La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El gazpacho que sufrimos en Sevilla
No es ningún secreto que a esta ciudad le encantan los bares que hacen las veces de pasarela, donde se acude para ver y ser visto, antes que para comer o cenar. Sevilla es muy aficionada a los espejos que informan de quien está cerca sin tener que volver la vista, a descorrer levemente el visillo para mirar quién camina por la calle, a contabilizar las presencias o ausencias de los funerales, a cotillear detrás de la verja si hay alguien en el porche del casoplón de la Palmera o Simón Verde.
El éxito de un negocio está muchísimas veces en la ubicación, en los espacios que ofrece al cliente, en el ambiente y la atmósfera que es capaz de crear para que todos se relacionen sin estar juntos, he ahí la clave. Por eso el nuevo negocio de la Avenida de la Borbolla, esquina con Felipe II, es un exitazo en sus inicios. Casa Ozama ha entrado con fuerza, mucha fuerza, porque cumple los requisitos principales de una ciudad que se pirra por los extremos: los establecimientos pequeños (Peregil, El Tremendo , Cateca, El Jota) o los elegantes y vistosos donde se puede presumir de ir arreglado en una sociedad donde el hombre se ha desvestido porque, como explicaba el maestro sastre Fernando Rodríguez Ávila, la mujer lo ha hecho previamente. Entrar en Casa Ozama, que debe el nombre al río de la República Dominicana, es como hacerlo en la Casa Lys de Salamanca. La casa conserva la solería hidráulica original, de principios de siglo.
Hay diferentes ambientes para disfrutar: mesas altas para la espera, un espacioso jardín con diferentes pérgolas, distintos interiores y hasta un balcón con vistas al Parque. Sevilla carece de grandes cafeterías, pero al menos gana un negocio que aporta el glamour perdido con respecto a lo que estamos acostumbrados. Habría que remontarse al café del Loco de la Colina, aquel Montpensier que estaba en los años noventa en la Avenida de María Luisa, para encontrar algo tan original. Al negocio del Loco lo mismo iba el personal a tomar café o un trago largo, o el tribunal de una tesis doctoral a pegarse la comilona a costa del bolsillo del pobre alumno. En Casa Ozama parece que está uno entrando en el Numa de Madrid con tanta vegetación, tanto ejecutivo treintañero y tanto VIP camuflado entre los árboles. No me extraña que la profesora Lola Robador, tan enamorada de los colores del Real Alcázar, haya disfrutado del sitio. El negocio tendrá cosas que pulir, pero ha logrado en muy poco tiempo lo más difícil: el ambiente, la tecla que gusta en esta ciudad. Y muchos metros cuadrados al aire libre en pandemia. Lo tiene todo, de entrada.
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