El confesionario

Relatos de verano

03 de agosto 2014 - 01:00

NO había un alma en la capilla del hospital. Sentado en el último banco, bajo una penumbra y un silencio imponente, rezaba por la pronta recuperación de un buen amigo, al que acababan de operar, cuando reparé en que alguien había dejado ropa sobre el banco de delante. Me levanté y comprobé que se trataba de una sotana y un alzacuellos.

Me quedé absorto ante aquella sotana, visualizándome de cura en los próximos carnavales, a los que era muy aficionado. Tomé la prenda y me la probé. Acto seguido, me coloqué el alzacuellos. La sotana, amigos míos, estaba hecha a mi medida, por lo que consideré resuelto el sempiterno problema del disfraz de carnaval, y, lo que era mejor, sin el menor gasto por mi parte.

Justo cuando empezaba a despojarme del hábito, la puerta de la capilla se abrió de par en par y un sacerdote apareció bajo su umbral. El pánico se adueñó de todo mi ser, hasta el punto de quedarme petrificado. Se acercó a mí esbozando una sonrisa torcida. El sacerdote era un hombre de edad avanzada, regordete, cara ancha y ojos bondadosos.

-Buenos días, hermano -me tendió la mano y se la estreché-. Soy el padre Anastasio, el capellán de esta iglesia -adoptó cierto aire de superioridad jerárquica-. ¿Qué le trae por aquí? -entornó los ojos y escrutó mi expresión de cerca.

-Soy el padre… Abraham -inventé, aunque al instante me arrepentí de haber escogido un nombre tan marcadamente bíblico-. He venido a rezar, que buena falta me hace. Acabo de administrar la extremaunción a un enfermo y, antes de salir del hospital, me ha apetecido entrar en esta acogedora capilla. -No me atreví a mirarle a los ojos: costaba trabajo mentir a un capellán, y todavía más en su propia iglesia.

-Parece aturdido, joven -dijo, tiñéndosele de recelo su rostro.

-La vida no es nada fácil -solté lapidariamente, pero sin saber a qué me refería exactamente.

-Ciertamente… ¿Tiene usted prisa? -preguntó con ese tono que precede siempre a la petición de un favor.

-Pues... no mucha -respondí, temiéndome lo peor-. ¿Por qué lo pregunta? ¿Puedo hacer algo por usted?

-Lo cierto es que sí, Abraham, pero no sé… Supongo que tendrá cosas que hacer...

-¿De qué se trata, padre? Puede usted pedirme lo que quiera -dije, aliviado por haber desaparecido la desconfianza de su expresión.

A lo que, posando su mano derecha en mi hombro, respondió:

-Créame que le agradezco su buena disposición, pero… no sé…, sería una falta de consideración por mi parte abusar de su amabilidad y de mi cargo…

-Vamos, padre -insistí, en la convicción de que lo que fuera a requerirme me alejaría de él y del sacrilegio en el que estaba inmerso-, déjeme ser útil, es muy probable que Dios nos haya reunido aquí por algún motivo. ¿Quién sabe si no es por prestar la colaboración que no se atreve a pedir?

-Visto así -repuso, fugazmente introspectivo-, quizá tenga razón... Verá, Abraham, realmente se trata de una nimiedad: el caso es que dentro de cinco minutos tengo que celebrar una misa de funeral y esto se va a llenar de feligreses. Había pensado que quizá usted podría echarme una mano durante la ceremonia. El hermano Zacarías es quien suele auxiliarme, pero ha caído enfermo. ¡Precisamente esta semana, cuando más trabajo hay!

Yo no sabía nada de oficiar misas, ni siquiera en calidad de monaguillo. Tenía que andar con mucho tiento si no quería que aquel pequeño favor se volviera en mi contra, póngase por ejemplo acabar en una comisaría de Policía denunciado por fraude eclesiástico, o como se llame el delito que estaba cometiendo.

Disimulando a duras penas mi desasosiego, respondí:

-Por supuesto, don Anastasio, estoy a su entera disposición, pero… ¿qué quiere que haga exactamente?

-¡Oh, nada que no haya hecho cientos de veces! -respondió, con prosopopeya-. Se trata, simplemente, de atender el confesionario. Es muy probable que, durante la misa, muchos feligreses quieran confesarse, si usted se ocupara de ellos, podría oficiar el funeral más tranquilo; de otro modo, tendría que confesar una vez finalizada la misa.

-No tiene de qué preocuparse, padre -respondí, aliviado por la sencillez aparente de la tarea: en definitiva, sólo tenía que emular a los curas que en tantas ocasiones me habían confesado durante mi niñez.

Sin más prolegómenos, me condujo hasta el confesionario, que se hallaba arrumbado en una de las esquinas posteriores de la iglesia. El padre Anastasio lo agarró con ambas manos y comenzó a desplazarlo a lo largo del pasillo lateral, gracias a unas prácticas ruedecillas incorporadas a su base.

El confesionario era alto, de unos dos metros de altura, y muy estrecho, parecido a un monolito. Al frente se abría una abertura con una ínfima puerta en la mitad inferior y dos ventanas abatibles en la superior; y en cada lateral dos oquedades amorfas protegidas con rejillas soldadas de mala manera, a modo de celosías. Era de hojalata y del color de dicho metal, y no tenía otro ornamento que una cruz dorada en lo alto, único indicio por el que se podía columbrar la función confesante de aquel estrambótico armatoste.

El padre Anastasio lo aparcó en el mismo pasillo, a medio camino del altar. Me hizo un gesto de agradecimiento con la mano y se alejó a toda prisa, como si temiera que cambiara de opinión en el último momento.

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