Acción de gracias

Los conversos

Hemos mirado con admiración a quienes tienen carácter, pero deberíamos reclamar ese lugar para los mansos

El otro día, el director y dramaturgo Pablo Messiez registraba en un tuit su sorpresa tras un episodio que había vivido. Había entrado en el metro abstraído en sus pensamientos y había olvidado ponerse la mascarilla. Entonces alguien le señaló ese detalle, pero lo hizo "con una sonrisa y con tal amabilidad que casi lloro", confesaba el creador, que celebraba a continuación a la "gente que trata al prójimo con humanidad". Aquella escena me dejó pensativo, sentí que me interpelaba. Temí que, de haber sido testigo yo de esa falta, tal vez hubiese concluido que ese hombre actuaba de mala fe, le hubiese censurado su actitud con la arrogancia del inquisidor que se atiene a la norma. Lo comprobé ese mismo día en un conductor impaciente que le gritaba a otro coche que se había detenido, en el circo bochornoso del Congreso que retransmitían por la televisión: la calidez con la que deberíamos tratarnos, esa virtud llamada cortesía, había sido reemplazada por la desconfianza, la intransigencia, las malas formas, el dirigirnos a los demás como rivales, como si un magma oscuro, turbio, hubiese invadido secretamente las ciudades y nuestros corazones.

Aquella desazón me cogía leyendo Los besos, la última novela de Manuel Vilas, un autor que en los últimos años ha tenido el coraje de reivindicar en sus libros cuestiones que no tienen buena prensa: la alegría, el amor, la conquista de alcanzar la paz con uno mismo, que también posibilita que dejes de joderles la existencia a los demás. "Elegir la bondad", dice en su último libro, "es un acto de inteligencia casi sobrenatural". Y lo es: qué revolucionario desbaratar el cinismo, la grosería, como aquella persona del metro dispuesta a la sonrisa pese a todo. Nos hemos pasado la vida admirando a quienes tienen carácter, pero quizás haya llegado el momento de reclamar ese lugar para los mansos. Nos hace falta más gente como Vilas, que defiende a los felices y a los enamorados, necesitaríamos más de esos conversos que recuperan la fe en el mundo porque saben que más allá de este enjambre enloquecido hay una paz callada en nosotros. Y no van con la escopeta cargada, ni convierten cada reto en un litigio. Estos días también he subrayado unos versos de Eloy Sánchez Rosillo, poeta grandioso en su descripción de los días: "La luz de un solo instante, tan poderosa y dulce, / sabe saldar del todo cualquier cuenta / que un ser humano tenga con la vida, / y aún sobraría oro para aquellos / que incrédulos y tristes a mirar se acercaran". ¿Podemos sumarnos al bando de los iluminados, los amables, y dejar atrás la sombra y la amargura? Recuperemos eso a lo que Messiez puso nombre. Se llamaba -se llama- humanidad.

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