La otra cuesta

La adolescencia me cambió el metabolismo. Yo no sé por qué no me dejó el que tenía antes, que yo no expresé queja alguna

09 de enero 2021 - 02:31

No pesan los años, pesan los kilos", proclamaba, con más razón que un santo, el anuncio de una marca de agua que emitían cuando yo era pequeño. Entonces no me preocupaba la báscula: en las fotos de niño me topo con un enclenque con los huesos y los musculitos marcados. A veces miro con desconcierto a ese crío con ese cuerpecillo que respondía a los cánones y me pregunto dónde quedaron las pasarelas y los flashes que parecían aguardarle. (Lo digo en broma, claro. ¿Se imaginan al niño seise que tanto se equivocaba en los bailes llevando el desastre también a los desfiles? Aunque si surgió el modelo de tallas grandes para responder a las demandas de la vida, por qué no crear también el modelo de rasgos torpes). Pero no nos desviemos: les contaba que era un flaco y dejé de serlo. La adolescencia, tan malaje, que no tiene bastante con hacer añicos tu autoestima -luego la vida consiste, básicamente, en recomponer los trozos que quedan del estropicio-, en mi caso también me dejó otra secuela: me cambió el metabolismo. Yo no sé por qué no me dejó el que tenía antes, que yo no había expresado queja alguna.

Perdonen la frivolidad, con lo que está sucediendo ahí fuera, pero quería hablarles de algún tema intrascendente, y la cuesta de enero resulta empinada no sólo por el vacío en los bolsillos, también por el lleno en la barriga que han dejado las navidades y que hay que pelear para quitarse. Les admitiré una cosa: fueron las hormonas las que propiciaron que engordara, pero yo me he trabajado esos kilos de más, no me quito mérito. Lo de mover el bigote, me temo, es el ejercicio, junto con andar, que más practico, que en lanzamiento de pértiga soy un peligro público. "Estos niños sólo quedan para comer", observaba la madre de unas amigas, mi querida Angelita, cuando en vez de hacer botellón como otros chavales de instituto nosotros ideábamos la ruta de la tapa. En mi casa no entran patatas fritas ni bollería industrial, pero entiendo la buena mesa como una de las alegrías que reserva el mundo. A menudo me acuerdo de aquella escena de Belle Époque en la que tras el suicidio del cura (fantástico Agustín González) creo que el personaje de Gabino Diego preguntaba: "¿Pero por qué se ha ahorcado, con lo que le gustaba comer?". Pues eso.

Sí que pesan los kilos, y dan quebraderos de cabeza. Sé que hay que cuidarse, y que ahora toca controlar más la dieta. Pero también me resisto a esa tiranía de la delgadez absoluta. Me da la impresión de que en la película de la vida me ha tocado el papel de amigo blandito de la protagonista, y no me disgusta. A Bridget Jones, que luchaba por adelgazar, no le fue tan mal: Colin Firth y Hugh Grant se disputaban su amor. No sólo los canijos tienen encanto.

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