Francisco J. Ferraro

El debate sobre los impuestos

La tribuna

06 de septiembre 2009 - 01:00

EN los primeros siete meses del año los ingresos tributarios disminuyeron un 17% respecto al año anterior, mientras que los gastos aumentaron un 22,3% como consecuencia de los estabilizadores automáticos y las actuaciones extraordinarias frente a la crisis. En consecuencia el déficit público se elevó en julio a 49.687 millones de euros (4,69% del PIB), y previsiblemente seguirá aumentando más intensamente dado que en el último periodo del año se realizan elevados desembolsos, por lo que podría situarse en torno al 10% del PIB al final de año, el mayor déficit público de la historia, y seguirá aumentando en 2010 si no se adoptan medidas. Para ello existen tres posibilidades: reducir el gasto público, elevar los ingresos o aumentar la deuda pública. Esta última opción parece inevitable, pero sostener un déficit como el de este año aumentando la deuda pública es inaceptable desde múltiples perspectivas: por nuestros compromisos europeos de reducirlo al 3% en 2012, porque seguiríamos pecando de uno de los desequilibrios fundamentales que ha llevado a la economía española a la actual situación (gastamos más que la renta que generamos) y porque desplazaríamos los costes de nuestro manirroto comportamiento a las generaciones futuras. Por tanto, si es inevitable la continuidad del déficit público, lo razonable es reducirlo para aproximarnos al 3% del PIB.

La reducción del gasto público es compartida en términos enunciativos por buena parte de los españoles, y sin duda existen muchos gastos superfluos o prescindibles que podrían evitarse y muchas rentas públicas que deberían congelarse, por lo que bien harían las distintas AAPP (no sólo el Gobierno de la nación) en practicar un ejercicio de austeridad. Pero es imposible reducir el gasto público con la misma intensidad que la recaudación tributaria, pues el grueso del gasto se concentra en pensiones, sanidad, educación, seguridad, servicios sociales… Además, no debe abandonarse el gasto en inversión, y son muchos los que demandan nuevas políticas de gasto para colectivos especialmente afectados por la crisis o nuevas medidas fiscales de reactivación o apoyo a sectores en crisis.

Por ello, además de cierta contención del gasto corriente y acudir al endeudamiento, parece inevitable aumentar los ingresos públicos, para lo que a su vez existen dos alternativas: aumentar los impuestos o reducir el fraude fiscal. Esto último es inexcusable, no sólo por el aumento de recaudación que conlleva, sino también como un ejercicio de justicia que haría más comprensible el aumento de la presión fiscal a los asalariados sin resquicios fiscales, pues es provocador que sólo 360.000 españoles (el 2% de los contribuyentes al IRPF) declaren rentas superiores a 84.000 euros anuales.

Además de la deseable intensificación de la lucha contra el fraude fiscal, la subida de impuestos es inevitable si queremos ir reconduciendo las finanzas públicas hacia un nivel de déficit tolerable. A nadie le agrada que le aumenten los impuestos, por lo que determinar qué impuestos y en qué medida se elevan es el gran problema. Posiblemente lo más sensato sea hacer retoques en varios impuestos. Entre ellos el IVA, que puede ser el que menos distorsiones provoque en un contexto no inflacionista y con cierto margen de recorrido frente a la media europea. Las rentas de capital también pueden tener un pequeño margen de subida, pero no se puede presionar mucho al alza en un país necesitado de ahorro y financiación empresarial. Tal vez sea la ocasión para reconsiderar la precipitada desaparición del Impuesto de Patrimonio, y algunas figuras con muy baja tributación, como las sicav, merecerían una reconsideración fiscal. El aumento del IRPF parece descartado por el Gobierno por su impopularidad, aunque un ligero aumento lineal que no afectase a las rentas más bajas podría aumentar la recaudación significativamente.

En el debate fiscal suelen quedar al margen algunos impuestos menores, que merecerían ser reconsiderados. Particularmente el IBI que, en un contexto en el que los ayuntamientos se encuentran lastrados por la merma de ingresos, su revisión al alza podría ser decisivo en el equilibrio de las finanzas municipales. Además es un impuesto progresivo y con bajos niveles de recaudación, y su posible elevación tendría otros beneficios colaterales, como frenar la especulación, desalentar las viviendas vacías y estimular un mayor control ciudadano de los gobiernos municipales. Tampoco debe obviarse la oportunidad de revisar algunas tasas y precios públicos cuyos bajos niveles no están justificados, tales como las tasas universitarias, el copago sanitario o el transporte público.

Imagino que no habré logrado que los lectores que han tenido la paciencia de leer hasta aquí estén de acuerdo completamente con lo expuesto, pero albergo la esperanza de que compartan que existen múltiples posibilidades para enfrentarse a los estragos fiscales de la crisis y que el dilema no es un sí o un no a las subidas de impuestos.

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