La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Era urgente guardar silencio, alcalde
Hay una izquierda supremacista como hay una derecha impertinente que rima con imprudente. Una derecha habitualmente altiva salvo cuando tiene algún interés concreto, momento en el que se vuelve suavona y de tono melifluo. Cierta derecha política y sociológica, maleducada a pesar de que presume de modales, se permite llamar al orden de cualquier forma y en cualquier momento a quienes considera de su pensamiento político. El criterio es muy blando. Si tú eres de los nuestros, no puedes hacer eso, decir aquello o escribir esto otro. Confunden los conceptos, pero no se debe perder un minuto en explicar nada. Es una Sevilla minoritaria al fin, trasnochada en la mayoría de los casos y de pensamiento básico. Emplean un tono entre paternalista y con pretensiones didácticas. Te perdonan la vida en el mejor de los casos, te recuerdan que son amigos de alguien importante al que citan con su nombre de pila y con el que por supuesto han “almorzado” recientemente. No soportan la independencia porque la han probado tantas veces como la zarzaparrilla. Ninguna. Se creen que son los únicos que conocen el tacto de una mantelería de hilo, la ducha diaria y las tres comidas al día. Es enternecedor comprobar cómo meten la pata. Se sienten superiores. Debieron ser un horror en aquella Sevilla superada donde mandaban cuatro. No son capaces de valorar perfiles interesantes en las filas ideológicamente opuestas, funcionan a base de etiquetas y prejuicios, condenan, pontifican y destrozan la reputación de una persona que no se somete a su dictado mientras prueban el huevo poché. Y al propio Papa lo ponen a parir cuando rezan por Su Santidad en la misa de una.
El peor de los supuestos es cuando te consideran de los “suyos” pero no te comportas como ellos quieren, esperan o exigen. Se creen Sevilla misma cuando hace tiempo que no representan más que a un pequeño porcentaje de población de una ciudad que en nada se parece a la de los años setenta. No soportan que estés en las sacristías de sus considerados templos. Se auto-asignan la facultad de llamarte la atención por tu conducta, tu trabajo o tus usos. En muchos casos no se han gastado la moneda que recibieron en la primera comunión, viven de la hacienda fragmentada del tatarabuelo notario, no aportan a la ciudad más que los pies de foto en una galería del colorín destinada al público local y te dan la paz con cara de pergamino. A la salida de la iglesia te censuran algún artículo amparados –dicen – en el “libre derecho a dar la opinión”. En realidad lo hacen gracias a que algunos procuramos ser prudentes. Y dejamos que abusen. Una derecha tan ridícula como el término poché.
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