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Acción de gracias

El doble

La sospecha se había instalado en mí. ¿Y si había otro Braulio ahí fuera, y yo me engañaba en mi afán de creerme único?

Este lunes recibí por mi cumpleaños un regalo ciertamente inesperado: una amiga me avisaba de que un calendario que incorporaba cada día un texto de alguien me atribuía, justo en esa fecha tan señalada -mi cumpleaños, como decía-, un poema que yo no había escrito, un texto de buenas intenciones, preocupado por el deterioro de la naturaleza, todo ciertamente muy loable, pero en el que yo no reconocía una sola palabra. Y ahí estaba, debajo de aquellos versos, mi supuesta firma, ni nombre completo: Braulio Ortiz Poole. Me puse en contacto con la editorial que publicaba ese almanaque con la intención de hacerles ver aquel equívoco, pero también secretamente aterrado de ser el autor de esas estrofas en las que yo no me sentía reflejado. ¿Y si era una composición de mis años escolares, que había sobrevivido inmerecidamente al tiempo por una de esas caprichosas carambolas del destino? Los responsables de aquel proyecto me lo aclararon: se debía a un error en su base de datos, me respondieron. Pero la sospecha ya se había instalado en mi ánimo. ¿Y si había otro Braulio Ortiz Poole ahí fuera? ¿Y si, como ocurría en La doble vida de Verónica, aquella película de mi querido Kieslowski, yo me engañaba en mi afán -¡menuda arrogancia!- de creerme único?

Al principio, lo confieso, la inseguridad me carcomía las entrañas. ¿Y si ese Braulio era más joven, más guapo, más delgado? No seamos superficiales: también me lo figuraba resolviendo complicadísimas operaciones matemáticas, yo que prácticamente hago las sumas con los dedos, y pierdo la concentración y me confundo. ¿Y si, frente al Peter Sellers que yo soy, patoso y pusilánime, él encarnaba al héroe de acción, osado y decidido? Porque lo suyo, con perdón, no parecía lo de la escritura, lo del verso, su músculo tenía que estar en otra parte. Y ya me imaginaba que él sabría hacer todo lo que se me resistía: montar muebles de Ikea, hablar sin sonrojo otros idiomas, colgar cuadros sin pegarse un martillazo en una uña, bailar sin parecer Godzilla ebrio. Entonces, al verlo como un ser complementario, caí en la cuenta: tener un doble, una prolongación de uno mismo, resulta una bendición más que una condena. Sí, así lo entendí entonces. Igual ese hombre ha venido a completarme, a paliar todos mis fallos. Seguro que el otro Braulio sabe de mecánica, y conduce, y abre las bolsas en el supermercado con soltura. Digamos que entre los dos cumplimos con todo lo que la vida nos exige, que así nuestro paso por el mundo será más honroso, supongo. Estoy por llamarlo cuando vaya al dentista, o cuando me haga un lío con la declaración de Hacienda. No tengo su número de teléfono, ni sus señas, pero seguro que él, que no es poeta de mi gusto pero es listo, ya se las aviará para encontrarme.

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