Las edades de la Feria

El feriante es hombre de costumbres y la batalla de la edad no está dispuesto a perderla así por así

Así como la Semana Santa no tiene edad, y cada Domingo de Ramos uno renueva su memoria en El Salvador, en la Alameda o en Doña María Coronel, la Feria, como último chispazo de la primavera antes de que el odioso verano asome con su lengua de fuego y nos sumerja en una marea desagradable de chanclas y camisetas, sí que la tiene. La edad de oro de la Feria es, sin duda, la adolescencia.

Lo pensaba la otra noche andando hacia el Real mientras riadas de jóvenes marchaban delante de mí contentos y despreocupados, y lo confirmada mirando con simpatía los corrillos de jóvenes que se arremolinan delante de las casetas grandes de los clubes (el Mercantil, el Labradores, el Náutico…) que han venido conformado, cada uno a su manera, la particular sociología de la Feria. Ellos con sus clásicas chaquetitas azules, ellas con sus trajes de noche de innegociables zapatos altos de plataforma. Están allí, sonrientes, expectantes, como primerizos aprendices del flirteo, ajenos por completo a la cruda realidad de la que ya tendrán tiempo para ocuparse. Todos con la ilusión del que estrena la novedad de la noche eterna sin hora, cuyo resultado incierto la rematarán volviendo a casa a las horas en que la mayoría, pobres expulsados de ese paraíso, salen de su casa para empezar la jornada laboral.

Hay otras edades, por supuesto, porque si una cosa agradable tiene la Feria es su asombrosa facilidad para ser posiblemente el mayor espacio cerrado de convivencia que se conoce, sin que los inevitables accidentes o conflictos pasen por suerte de la anécdota. El feriante es hombre de costumbres, terco en sus sevillanísimas convicciones, y la batalla de la edad no está dispuesto a perderla así por así. Hagan la prueba, y ya entrados en esa edad de plata de la Feria que es la cincuentena, vayan una noche a cualquiera de las casetas que marcaron nuestra juventud feriante. En el centro de la pista, es más que probable que al que encuentre bailando por María Jiménez no sea al hijo adolescente, sino a su padre, así pasen treinta años.

Pero como decían los presocráticos, nadie se baña dos veces en el mismo río, y demasiado estamos hablando de la consulta para volver a la Feria de lunes a sábado, aunque tengamos que recurrir para votar a la habilidad digital de nuestros hijos. Una señal como otra cualquiera de que nuestro tiempo está pasando, y que ya ni siquiera nos piden el carné en la puerta de Pineda.

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