
La ciudad y los días
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La playa andaluza de mayo es un lienzo de Sorolla con luz del Sur y esa soledad de los veranos de San Sebastián de los años cuarenta. Solo faltarían las casetas de rayas, algunas aristócratas de bañadores largos y el sufrido servicio doméstico cargando con los niños y las cestas de mimbres. El mar andaluz es la soledad escogida, un silencio tamizado por el rugido de las olas, el derecho a sentirse pequeño, todavía más diminuto, cuando los tiempos exaltan la multitud como éxito, la bulla como triunfo indiscutido y el ruido como banda sonora del júbilo. El mar es aliado del silencio en estas mañanas cálidas en las que la espuma de la tranquilidad gana terreno al gentío, el consumo, la prisa y a la ansiedad retransmitida. El mar es tan inmenso que empequeñece a la mismísima Roma. Claro que el mar es una catedral, cada vez se entiende mejor, porque es el templo azul que todo lo engulle para imponer su calma o su bravura, su ley y su orden. Basta acercarse a cualquier playa de Andalucía una mañana de mayo para comprobar la pequeñez de las ciudades más colosales y altivas, la fuerza de la serenidad, el bálsamo que proporciona el apagón natural que deja fuera de juego las alarmas, la sobreexposición de los mensajes y las colas de espera; la quietud, el equilibrio, la fuerza...
El mar es como esos pueblos con encanto donde la vida es tan real como en la gran capital, pero parece que solo existen el ruido, la fatuidad de bajo coste de las autopistas de las redes sociales y la vida cotidiana convertida en competición para coger el bus, el taxi, el velador, la farmacia de guardia o la simple preferencia de paso. El lujo es poder hablarle de tú al mar una mañana de mayo, el problema es olvidarse de que existe. Quien vive sin tener en cuenta el mar es como el que ha renunciado al placer de la charla, a la búsqueda de la felicidad en las cosas sencillas, al encuentro con el concepto de belleza más allá de los ojos claros, las medidas y los estereotipos. Vivir de espaldas al mar es una suerte de derrota que en Andalucía es pecado capital, es quemarse a fuego lento en una hoguera, morir con parsimonia sin ser consciente. El mar es el lujo que nos sobra y que buscamos cuando más se parece a la ciudad, que es en agosto. Una hora frente al mar deja extasiado como el que está frente a un retablo natural presidido por la devoción más fuerte. En silencio, con el pensamiento ido, como el que pierde el sentido del tiempo delante de Las Meninas. El mar escupe las toxicidades, las devuelve a la orilla, y siempre nos acoge en la inmensidad de su regazo para recordarnos que somos frágiles y pequeños. Este mar de mayo vence siempre por la calma. Andalucía goza de la felicidad sencilla de los pueblos que tienen mares.
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