El hombre del siglo

31 de diciembre 2025 - 03:07

Hoy es el centenario del nacimiento del único hijo varón de Benigno y de Fronilda. Los padres de mi padre, a quien durante medio siglo le he usurpado el nombre en todos los periódicos en los que he ido escribiendo desde que por primera vez lo hice en el Lanza de Ciudad Real. Él es el auténtico Francisco Correal, torre frontal de cinco varones de reglamento desde que un día del Carmen de 1956 se casó con Maruja, la hija mayor de Andrés Naranjo, maestro panadero a quien le debo mi segundo nombre y mi segundo apellido.

He escrito muchos centenarios, pero éste es el más difícil de todos. Se fue con ochenta años, dándole tiempo a celebrar las bodas de oro seguidas de una luna de miel en Santander. Su madre, mi abuela Fronilda, era de un pueblecito del valle del Pas, Santa María de Aguayo, cerca de Reinosa, donde llevamos sus cenizas atravesando toda la península, desde Benalmádena hasta Cantabria.

La guerra civil española le cogió con diez años. No le gustaba hablar de esa época. A mí con esa edad me tocó la guerra de Vietnam. No es lo mismo. Una generación más peliculera. A su infancia la sacude el asesinato de Calvo-Sotelo. Mi primera muerte, quizás la primera vez que percibí algo parecido a lo que llamamos noticia, fue la de John Fitzgerald Kennedy. Me enteré en la panadería de mi abuelo por la conversación telefónica de una de mis tías.

Murió en el sur, pero era muy norteño. Un mapa-mundi donde están As Pontes de García Rodríguez, pueblo coruñés donde me fabrican aunque nací en La Mancha, Carballino con su piscifactoría y Perlora, cerca de Candás, con esa residencia de Educación y Descanso donde jugaban partidos de solteros contra casados y alguna vez le oí hablar con un amigo de un portero inglés de rasgos chinescos llamado Gordon Banks.

Mientras buscaba casa en Puertollano, nos quedamos en la panadería de mi abuelo en Ciudad Real. Los únicos meses de mi vida que fui salvaje, medieval que diría Aldecoa. Encontró vivienda y en el nuevo destino se completó el quinteto: después de los gallegos Juan y Blas vinieron José Enrique y Mario, mi capicúa y ahijado. Mi padre creía en la magia de las palabras y quería que las aprendiéramos, pero nunca pasábamos de ábaco, abigeato, abigeo, acervo, acantilado, acanto… Y los caudales y países que atravesaban los principales ríos del mundo. Le usurpé el nombre y también su firma. Mi rúbrica es un garabato que pretende ser una emulación del perfecto tiralíneas con el que dejaba escrito que ése era él.

No he visto a nadie tirarse del trampolín con su estilo: al ángel y a la carpa. Le gustaba hacer escapadas a Cuenca para visitar a su tía Enriqueta, hermana de mi abuelo Benigno, militar de profesión, apasionado a los toros y detractor del fútbol. El nombre, la firma y el Madrid. La herencia que me dejó. Además de sacrificarse para que sus cinco hijos se labraran un porvenir. El hombre del siglo. El Centenario. Aunque en casa éramos de Fundador y su pegadiza cantinela: ¡Fundador, el coñac que mejor sabe, está como nunca…! Amaba a mi madre, pero le volvían loco las canciones de María Dolores Pradera. Yo creo que Fernando Fernán-Gómez lo sabía y por eso me echó con cajas destempladas cuando fui a entrevistarlo al hotel Barceló en plena Expo 92.

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