HOY debería ser un día para la memoria, el respeto y el dolor. Hace ocho años, tan sólo ocho, España sufrió el peor atentado terrorista de su historia. El recuerdo de las 202 víctimas (203, si incluimos, como es justo, al policía asesinado horas después) merecería, al menos, el homenaje de nuestro silencio y de nuestra unidad. No va a ser así. En realidad, no lo ha sido en casi ninguno de los aniversarios precedentes. La onda expansiva de las explosiones de Atocha parece no cesar. Desde las respectivas trincheras se insiste en hacer política con la sangre de los inocentes. No hemos conseguido obtener todavía ni tan siquiera una versión indubitada, desprovista de claroscuros, omisiones inexplicables y contradicciones inexplicadas, de lo que allí ocurrió. Nos ha faltado -de esto no tengo la menor duda- el empeño resuelto y tenaz de saber, de averiguar la verdad hasta sus últimas consecuencias. Ésa -la de la verdad- es la auténtica reparación que nos queda por ofrecer a quienes perdieron la vida o la paz en tamaña ignominia.

Lejos de tal esfuerzo colectivo, exigible a toda sociedad que valore su propia dignidad, seguimos en la partida miope de las pequeñas ventajas, de lo que conviene o no, de lo que ayuda u obstaculiza causas partidistas, manifiestamente míseras frente a la sangrante rotundidad de los hechos. El 11-M importa en la medida en que aproveche para desgastar al adversario, sin que nadie acierte a detenerse en su cabal significado: en las estaciones fueron pisoteados nuestros más elementales derechos y, más allá de cualquier otra consideración o derivación, tenemos el acuciante deber de cerrar la herida con la sutura imprescindible de la certeza.

No es, en cambio, una preocupación prioritaria. Y en el disparate estamos olvidando hasta el mínimo decoro de las formas. La decisión de los sindicatos mayoritarios de realizar, precisamente en esta fecha, una protesta contra la reforma laboral, supone un buen ejemplo de hasta dónde llega nuestra increíble insensibilidad. Yo, como Benegas o Barranco, me pregunto qué necesidad había de ofender el profundo sufrimiento de tantos familiares. Y entiendo, también como ellos, que supone un grave error ejercer ese derecho, por lo demás legítimo, haciéndolo coincidir torpemente en el calendario con lo que ahora rememoramos. Me sobran razones banales y me repugnan tanta mezquindad y tan frívola ceguera.

Envidio, y bien que me pesa, la fortaleza, la determinación y el sentido del honor de otras patrias. A la nuestra -se lo está ganando a pulso- la destrozará el cainismo, el sectarismo, los intereses espurios, la incapacidad para afrontar objetivos comunes y reconocer espacios intangibles. El de esta jornada lo era y me avergüenza que, de nuevo, la indignación rentable y la amnesia le continúen pudiendo a la tristeza, a la rabia y el afán de conocer que, como pueblo, sentimos en aquella mañana maldita.

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