
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El sofá blanqueador de la Moncloa
Prohibido hablar de cómo está la cosa”, rezaba hace unos años sobre una barra de madera, tabla de náufragos, en Triana. En estos días se me viene la frase a la cabeza con ánimo, por supuesto, de desobedecerla. Porque hay que ver cómo está la cosa. No hay que irse –o mejor sí, para compensar tanta indolencia– a la barbarie, injustificable se mire por donde se mire, que está cometiendo Israel, o a la chulería de ese gringo que preside no solo su país (también intenta mandar en los otros) como si fuera un tratante de ganado. Lo que vemos por la ventana basta para proclamar: “¡Cómo está la cosa!”. La columna de humo tóxico que avanza desde los Alcores no nos impide entrever el hueco que deja el Monkey que ya no está, ni el cacho de pantalla de ubicación movediza con Melody a tope. Tampoco desdibuja el chiringuitazo que este Ayuntamiento, por darle a Vox por su gusto, trata de tangar bajo el suave eufemismo Oficina de maternidad. Ni amortigua la tonada del flautista de Hamelin detrás de la que baila un turismo predador que desfonda el paisaje y al paisanaje de la ciudad. La cosa está como para, aprovechando las ofertas por liquidación en Pichardo, comprarse un matasuegras y desplegarlo en las narices del que venga con el cuento de que Sevilla está estupenda.
Mas hay una frase que reta a la de antes y le dobla el puño en estos días. Es la pregunta: “¿Dónde hay que firmar?”. La escucho y la digo a todas horas. ¿Dónde hay que firmar para que este aire fresco de las mañanitas me rodee siempre? ¿Dónde hay que firmar para que las lluvias de este año vuelvan con las oscuras golondrinas del que viene? ¿Y dónde, para que el sol que se cuela entre las ramas nos siga alumbrando por dentro con la misericordia con la que ahora mismo lo hace? A pesar de las alergias, los atascos y la lenta administración de la muerte, a pesar de todo lo arriba referido, la primavera se impone y nos da sopas con ondas. Por el paseo junto al río hay árboles que, a pesar de las barrabasadas que se perpetran contra ellos, nos regalan su esplendor hasta el punto de hacerme caer de rodillas. Las flores en la ribera despiden un impresionante calor húmedo y el primer pájaro del alba tiene el detallazo de despertar últimamente a este cuerpo, que aún guarda el calor del roce y de las risas de otros cuerpos la otra tarde en la caseta. Toda esta plenitud, regalada –sin merecerla, tal cual nos portamos– de estos días azules y este sol de la infancia no convalida ni hace olvidar cómo está la cosa. Antes bien, nos anima a rebatirla con ganas, a tomar nota y a querer, contra el sino de estos tiempos, que este sea un lugar más habitable. “Hermosas ninfas que en el río metidas / contentas habitáis en las moradas / de relucientes piedras fabricadas / y en columnas de vidrio sostenidas…”, seguid rogando por nosotros.
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