¡Oh, Fabio!
La nueva España flemática
Señal de que la cosa está muy malita es que los relatos, películas y series distópicas, para que sean verosímiles, conviene ubicarlas en un futuro demasiado cercano. The Apocalipsis is coming, discúlpenme las palabras en inglés. Aquí va otra: “Si te ha gustado esto, dale al like”. Es la frase que, explícita o implícitamente, cierra cualquier contenido en las redes. Hace nueve años, la serie Black Mirror estrenó su tercera temporada con el episodio Caída en picado. Iba de una sociedad estratificada en función de los likes y estrellas con las que ya calificamos no solo a negocios, sino a las personas en las redes. En este capítulo, los likes se habían convertido en una especie de créditos, en una garantía de confianza capaz de ejercer un claro control social. Para bien o para mal, no andamos lejos de este sistema: si quiero comprar en Wallapop o embarcarme en Blablacar, consulto la valoración de los usuarios sobre el vendedor o la conductora.
Las repercusiones de andar pendientes de los likes ya las sabemos. Hacer depender la autoestima de la mirada externa deja en manos ajenas un poder infernal sobre nosotros. En este extremo, me atrevo a decir que da igual que nos apruebe o censure un cátedro que un tonto el haba: el amor propio no se pone a los pies de ningún burro; tampoco de ningún caballo. Esto ya lo saben los adultos, mas no tanto las personas jóvenes que sufren el atropello del ojo que los ve.
Hay otra repercusión, tan potente como sutil, de los likes. Nos animan a entender que el mundo se divide en dos: lo que me gusta y lo que no. Lo que me gusta lo emparentamos con lo bueno y lo que me incomoda es etiquetado como malo. Me pregunto si acaso es esto lo que entendemos por discernir y sabernos soberanos de lo que queremos; quizá no siempre o no del todo. En ocasiones, lo incómodo, lo desagradable, lo que nos inquieta o molesta, lo que no queremos oír o ver o lo que no produce satisfacción inmediata, tiene algo valioso que contarnos. Los likes no solo construyen una sociedad de la diferencia –donde los diferentes acaban siendo tan hiperbólicos como igualitos– sino una sociedad de la complacencia y la mentira de las patas cortas. Porque (spoiler), al final, lo que no nos gusta habita en nuestra casa, come de mi plato, se mira en nuestro espejo.
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