La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El teleférico, el talismán perdido
NUNCA saldrán en los medios. Tampoco acapararán portadas ni les harán entrevistas en las que destaquen que son unas heroínas. Claro, ellas no van por la vida a lo Catwoman ni son alabadas por arriesgarse a montar una empresa a costa del dinero de su multimillonario progenitor. Pero ahí están. Yo las veo a diario. En el ascensor, en la oficina, en la cola del supermercado o tomando el fresco en una terraza. La vida las ha tratado como ha podido y, aún así, ellas no se quejan.
Ellas, las heroínas anónimas, se levantan cada mañana y deciden pintar una sonrisa en su cara. Pasan por chapa y pintura para verse guapas, jamás para agradar a ningún varón. Han dormido poco pero tienen que salir a comerse el mundo. Por sus niños, por la hipoteca, por unos padres enfermos o por lograr aquello con lo que soñaban de pequeñas. Llegan a su puesto de trabajo con tres lavadoras puestas, dos almuerzos preparados, la compra de la semana hecha y una mancha de café en el pantalón. Los demás sólo aprecian el cerco sobre su pierna. "Parece un poco dejada", "Qué manera de ir a trabajar", piensan. Ni caso. Para ellas no existe mancha que pueda enturbiarles el día.
Sobreviven a su jornada laboral como pueden, demostrando que esas manos de pianista -el mundo siempre se empeña en recordarles la fragilidad de su ser- están hechas para faenar. ¡Y vaya si faenan!
Se enfrentan a tempestades a cada paso que dan, siempre sin perder la sonrisa, vaya a ser que algún energúmeno la tache de frígida. La sociedad y su empeño por no dejarles siquiera tener un mal día. Aguantan carros y carretas y parece que nada las perturba, que nada las molesta, que ser mujer -con todo lo que eso conlleva en este mundo de cabestros- resulta tan maravilloso como la vida en un anuncio de compresas. Saben que la queja pública es la peor de sus sentencias. Así que continúan su secreto calvario esperando a que algún día alguien sea capaz de mirar más allá de la mancha de su pantalón.
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