
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El sonajero de la ampliación de la Feria de Sevilla
No es mal día –el viernes que conmemoramos el confín, consummatum est, la expiración, el velo del templo rasgado en dos (qué imagen), la oscuridad absoluta del sepulcro– para escribir estas coplas a la muerte del bar Goma, sito frente al cementerio de San Fernando, que albergó el consuelo que pudimos darnos, dio calor a nuestros huesos destemplados con el café con leche ardiente, y rellenó sin pompa los chatos para el brindis por la gloria del finado. “Quien va a un entierro y no bebe vino, el suyo viene de camino”, reza el dicho. Prefiriendo siempre empinar el codo a estirar la pata, hemos cruzado cada vez los umbrales del Goma con la misma ritualidad con la que vemos al cura salpicar el ataúd con el hisopo. Hay algo que mezcla amparo y desamparo en los modestos bares a la vera de los cementerios. Realizan la función de rebotica de tanatorio, de lugar sin formalidades donde decae la representación, y por fin se ríe y llora, y se habla y calla, y se come sin culpa y se besa sin cálculos. Ofrecen un gramo de alivio de luto.
La hechura desaliñada del bar Goma, su antipompa fúnebre, era perfecta para desabrochar un poquito a los dolientes. Su estética cinematográfica, de bar de los que ya no quedan, no la pintara tan lograda ni el mismito David Lynch. Bar Goma Bar, podía leerse sobre el toldo, con el ardid sintáctico de 6 Toros 6. Conscientes, muy probablemente, de su poco confortable interiorismo, los del Goma tuvieron la ocurrencia, allá por el 92, de personalizar sus azucarillos con mensajes cargados de estoicismo y resignación cristiana, tales como su famoso “Aquí se está mejor que allí”, aforismo lapidario a la vuelta de la esquina de los grandes epitafios. Tras dicha lectura, el azúcar no endulzaba más, pero sí es verdad que el café amargaba menos. “Al que le toca le toca”, decían otros azucarillos, recordando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando. Memento mori y Azúcar Blanquilla.
No me tengo por nostálgica, aunque confieso que me da rabia asistir a la asepsia de los nuevos sitios. Donde antes se abría un bar cualquiera, con su estética normalmente fortuita, sus dueños malajes y sus parroquianos dispuestos a perder todo el tiempo que les fuera posible, ahora se emplazan locales de nadie, de vasos de cartón y estética quirúrgica. O peor aún, escenarios de pichiglás que mienten en sus azulejillos (“Abierto desde 1929”) e imitan, falsificándolo, el sabor de todo lo suprimido. Los lugares por antonomasia –los bares– van trocando en puriticos no-lugares, del mismo modo que los barroquísimos velorios han tornado en tanatorios de Bauhaus, antesalas del purgatorio a la entrada de los pueblos. Va esta endecha al Bar Goma Bar, situado donde antes hubo cementerio de neumáticos y, ahora, una nada colindante con la Nada.
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