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La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Los niños no deberían morirse

El destino ha sido muy cruel, como otras veces es irónico, y nos ha pegado los zarpazos mas fuertes al final de las fiestas

Un niño consulta un libro

Un niño consulta un libro / M. G.

Dos niñas mueren en una atracción en Valencia, una de ochos años y otra de cuatro. Un bebé de año y medio pierde la vida en una piscina familiar el pasado domingo en Sevilla. El mundo gira y gira mientras unos nacen y otros se mueren. Parece una obviedad facilona, pero en esta sociedad del ruido, la crispación y el realce de la banalidad conviene recordar verdades elementales. Más que nada para no perder una percepción ajustada de la realidad. Cada cual busca su zona de confort, cada cual es víctima de su particular burbuja. Pero ni la una ni la otra son esas realidades incontestables con las que el destino te hace darte de bruces de vez en cuando.

Hay niños que se mueren en tu provincia, en tu país, por accidentes gratuitos mientras tú te angustias por no encontrar un test de antígenos en la farmacia, pierdes las horas despachando contenidos residuales en las redes sociales o no sabes cómo evitar una cena a la que te han invitado. Benditos problemas. Los niños no deberían morirse nunca, santos inocentes de una sociedad que demasiadas veces prefiere su control antes que su protección. Cuando un niño se muere se rompe algo más que el alma de un amigo. Un padre que sobrevivió a su hijo me confesó una vez que con los años había logrado tener un recuerdo dulce de todo cuanto le evocaba a su hijo. Los lugares, sus amigos, la ropa, el cuarto, sus juegos... Había logrado vencer esa sensación de sufrimiento perpetuo a la que parecía condenado, como el Jesús Nazareno que nos espera en un continuo abrazo a la cruz.

El mundo gira, sufre una pandemia, aumenta la amenaza de ruptura de la paz en las naciones de Oriente, un ministrillo pierde el tiempo en chorradas... Y la muerte siempre está ahí. Con naturalidad. Las desgracias ordinarias no cesan. Damos por hecho que viviremos muchísimo, pero hay niños a los que se le apaga la existencia en un plisplás. Cuando un niño muere cae sobre los hombros de sus padres la cruz más pesada que existe. Y nadie alcanza a saber cuánto pierde la sociedad. Un niño no debe morir, mucho menos en una piscina, en una atracción o en una cabalgata. Un niño representa la defensa de la vida, la certeza del futuro, la esperanza real, la ilusión blanca. Hay lugares que no son para niños. Y uno de ellos es la muerte. Pero el destino es cruel como otra veces es irónico. Y en el final de las pascuas nos ha pegado los zarpazos de unas muertes feas. Quiera Dios que el desgarro de sus padres se vuelva pronto un recuerdo dulce, como nos dijo aquel amigo una tarde de hace ya años.

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