Acción de gracias

Los parques de londres

Se habla mucho de los grandes viajes, de las vacaciones paradisiacas, pero poco de los veranos interiores

Hace ya, abruma sólo pensarlo, veinte años de aquel verano, la primera vez que ese joven todavía en la veintena visitaba Londres. Había terminado la carrera años antes, y había encadenado algunos trabajos relacionados con la prensa cultural que le habían llevado a apreciar el oficio al que se dedicaba. El contrato que lo había tenido ocupado los meses anteriores había finalizado, y aquel muchacho disponía de tiempo, todo el tiempo del mundo, para él mismo en esa escapada. Tenía muchos asuntos que gestionar en la distancia: un reciente desengaño amoroso, algunas cuestiones que no acababa de aceptar de su persona. Él no lo sabía, pero los parques de Londres lo esperaban para que hiciera las paces consigo. Aquellas fueron unas semanas de sequía y de calor extremo –extremo para los británicos, para un sevillano ese clima era perfectamente llevadero–, y ese chaval hizo suya una ciudad inabarcable con sus paseos, tras las mañanas de clases en que luchaba con su torpeza para aprender idiomas se adentraba con fascinación en todo lo que aquella metrópoli le reservaba: los museos, los teatros, los bares, las charlas al principio tímidas y después despreocupadas con los otros, la vida. Era la primera vez que ese tipo estaba solo, sin la proximidad de los seres queridos más que al teléfono –aunque dos amigos, Carmen y Luis, le hicieron menos dura esa soledad por unos días–, pero una tarde en la colina de Primrose Hill, mientras divisaba las fabulosas vistas de aquella urbe, se le agitó el corazón de una certeza: podía sentir que en aquella estancia londinense se había encontrado a sí mismo, había empezado a quererse, como si aquello hubiese sido un bautismo (en el río Támesis) del que había salido un hombre consciente de sí mismo, inesperadamente leve, preparado al fin para el futuro.

Cuando lean esto, aquel muchacho, ya con otra edad, estará en Londres por cuestiones laborales, enviado para cubrir la estupenda programación del Flamenco Festival. No muy lejos de la sede principal de esa cita, a menos de una hora andando, en Holloway Road, se ubica la residencia en la que aquel joven se hospedó en ese tiempo. No descarten que aquel adulto ya al borde del medio siglo camine hasta ese edificio, con la esperanza de toparse con ese chaval que fue y poder acompañarlo en su feliz descubrimiento, y pedirle que no tenga miedo del mañana, que la existencia será con él amable. Se habla mucho de los grandes viajes, de las vacaciones paradisiacas, y no tanto de los veranos interiores. Cuánta gente, ahora, estará paseando sola una ciudad que no es la suya, y esa ciudad, como un espejo, le revelará una pista certera para seguir el camino.

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