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Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

La tarde triste del Loco en albornoz

Un empleado del hotel de lujo le recordó que ya no podía usar la piscina o, más bien, que ya no gozaba del poder de la televisión Muere Jesús Quintero, por siempre El Loco de la Colina

Jesús Quintero

Jesús Quintero / M. G. (Sevilla)

Todos querían comer con El Loco, conocerlo en persona, disfrutar de su genial forma de ser, reírse con sus ocurrencias y con sus citas propias de un tan acerado como ocurrente filósofo de la vida cotidiana. Otra cosa muy distinta era cerrar negocios con Jesús, porque era un romántico que se metió a empresario sin tener la segunda condición. Quintero tuvo muchísima influencia, que es la prima cercana del poder. Creó un estilo propio en la España que oscilaba entre los dos Jesús: Hermida y Quintero. La forma de vestir, tan desaliñada y extravagante, era el fiel reflejo de su forma de ser. Vestía como era. Todos querían pasar por el plató del Loco, confesarse con él, comprobar frente a frente su mirada ojiplática durante esos silencios de madrugada rotos por una carcajada, soportar el humo de las hondas calada de sus cigarros... Creó riqueza y dejó deudas, encumbró a gente y provocó el enojo perenne de quienes decían no haber cobrado.

El Loco hizo y deshizo hasta que alguien le recordó que ya no era el que fue. Ocurrió una tarde en un hotel de lujo de Sevilla. Jesús tenía la costumbre de usar la piscina en los días de calor aunque, lógicamente, no se hospedara en el establecimiento, al que sí había mandado decenas de clientes recomendados, donde había comido y cenado cientos de veces, donde por supuesto había trabajado... Pero Quintero ya no contaba con ningún programa de televisión, el medio que devora a sus hijos cual Saturno. Jesús, inocente, creía que lo tratarían como siempre. Llegó Quintero con su albornoz, como tantas veces había hecho, cuando se le cruzó un empleado del hotel para advertirle que ya no gozaba de ese derecho. Algunos jamás podrán olvidar la tensión de la escena. Sabiendo de su afición por usar la piscina, alguien pudo haberle avisado por teléfono, mandarle un recado por medio de algún amigo para advertirle de que ya no procedía tal privilegio o hacerlo por otra vía, pero lo hicieron con un cuarto de kilo de crueldad y un suplemento de humillación. La figura de Jesús en albornoz de retorno al baño por la suntuosa galería del hotel era un poema, la pura representación del que ha perdido los favores, la encarnación de la gloria efímera.

Todo el que se queja de Jesús ignora que pagó en vida el apagón de las luces del plató de su existencia. Pero pocos, muy pocos, le han llegado a su altura. Y no han vivido ni la cuarta parte que este onubense que Sevilla adoptó. Quintero se fue triste aquella tarde. Le dieron igual los testigos. Nunca le preocupó la opinión de los demás. Se marchó con el albornoz a otra parte. En silencio, sin protestar. El Loco consigo mismo.

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