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Alberto González / Troyano

La tolerancia del público

Buscarle un origen al malestar que sufre la fiesta de toros no es fácil. Pueden ser varios los motivos que se han entrecruzado, provocando el efecto negativo actual que tantos aficionados lamentan. Quizás el deterioro con mayor influencia posterior se originó al alterarse el difícil equilibrio de poderes que había presidido durante dos centurias la relación entre toreros, ganaderos y empresarios. Esa situación, aunque siempre inestable, empieza a romperse, hacia finales del siglo XIX, cuando algunas figuras imponen el privilegio de escoger -o rechazar- determinadas ganaderías. Recuérdese el célebre pleito de Bombita con los toros de Miura. Pero lo que fue al principio prerrogativa de muy pocos, acabó exigido por todos los diestros con posibilidad de mandar en los carteles. Al llegar los tiempos modernos, poco a poco, la mayor parte de los ganaderos dejaron de ser románticos y, como querían rentabilizar sus hierros y dehesas, fueron aceptando los criterios de los toreros de mayor renombre con el fin de poder lidiar en las plazas de cierta categoría. De forma más o menos deliberada, en la selección de sus reses prevalecían las demandas de unas figuras, que buscaban un toro con menos riesgo y que, además, se acomodara al nuevo tipo de toreo.

Pero si este desplazamiento de poderes (los ganaderos se pusieron en manos de los intereses de los toreros) llegó a realizarse -y se radicalizó aún más a partir de la segunda mitad del siglo XX- fue porque la opinión de los aficionados -la del público entendido- dejó de ser determinante en las plazas. Los nuevos acuerdos se llevaron a cabo bajo la mirada complaciente de los empresarios porque estos apenas se veían presionados por las voces de los espectadores. La España rural empezó también a ser arrinconada por una población cada vez más urbana, con gustos refinados, y el toro dejó de ser el centro de la corrida. Importaba sobre todo un tipo de toreo que llegara más fácilmente a un público cada vez menos conocedor de la técnica de la lidia. Una situación que ilustra muy bien la acogida dispensada a Belmonte frente a Joselito, porque era más fácil sentir las emociones que transmitía el toreo arriesgado del primero. Para la lidia cerebral y dominadora del segundo, hacía falta saber de faenas y de toros. Y al ganar la partida la concepción de la tauromaquia que encarnaba Belmonte, el toro pasó a ser algo secundario en la plaza. Se convirtió cada vez más en un colaborador, menos en un contrincante.

La proporción de entendidos había disminuido frente a un nuevo público ansioso de ver figuras populares y sentir los aparentes efectos del riesgo. Como los tendidos se hicieron mucho más tolerantes con el ganado, los toreros impusieron su criterio de una res más dócil, acomodaticia y de menor fiereza. Y la mayoría de los ganaderos aceptaron ese envite. Pero la causa inicial, predominante, de que esa claudicación se hiciera posible, hay que atribuirla en gran parte a la tolerancia de unos espectadores que asistieron pasivos a ese intercambio de papeles. Sus gustos se fueron decantando por sentir torear a un torero, antes que por ver lidiar a un toro. De aquellas decisiones y preferencias, sedimentadas durante un siglo, procede este malestar. Tal vez ya incurable, pero cuando menos es bueno reflexionar sobre las causas que lo provocaron, por si acaso…

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