Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Decía Julio Camba que la guerra nos da clases de geografía a medida que la va destruyendo. He pensado en la irónica cita mientras las llamas indomables iban devorando pueblos, comarcas y pedanías. Todo lo que va desde la frontera cacereña hacia el noroeste español, sin olvido de los paisajes calcinados al sur del sur de los vientos en Tarifa o por Tres Cantos en Madrid, donde la famosa foto con vacas a la sombra de una encina verde rodeada de pasto quemado.
Son los topónimos que arden. Lugares y lugarejos cuyos nombres preservan un sonoro retumbo de autenticidad y olvido. Caer en estas cosas peregrinas debe obedecer al ocio malsano de quienes ahora debemos sentir vergüenza por ser urbanitas, ajenos a la égloga que desde hace tiempo recorre la España lenta y terruñera. Resultaría provocador hablar ahora de la mucha gente arisca del campo y su aversión a los colonos que antes y tras la pandemia llegaron de la urbe en busca de redención ficticia y pureza verde. De ahí los muchos libros dedicados a la España deshabitada y al supuesto encono solapado entre el agro y el asfalto por parte de Sergio del Molino, Navarro de Castro o Paco Cerdà, más el jocoso retrato del hipster rural (Daniel Gascón) o aquel thriller estático y tremendista de Santiago Lorenzo en Los asquerosos.
Haya paz, aunque nos gusten las guerras civiles. Más allá del recelo entre aborígenes y colonos, rurales y advenedizos, terruñeros y tontuelos bisueños, el fuego nos ha mostrado la geografía del gran olvido, el índice unamuniano y sonoro del país desconocido. Antes del otoño volverá a calcinarse todo entre el olvido. Bajo la desoladora ruta del fuego he creído atravesar el mapa físico de la España perdida. Era la de mucho antes de la trituración en autonomías, competencias e incompetencias. Las regiones aparecían coloreadas con tibieza, como Castilla La Nueva y Castilla La Vieja. En Zamora el fuego iracundo ha ido abrasando los topónimos del mundo que agoniza. Ayoó de Vidriales. Molezuelas de la Carballeda. Uña de Quintana. Alcubilla de Nogales. Cubo de Benavente. En Puercas, una foto mostraba una solitaria y adusta casona de pueblo casi intacta, pero rodeada de abono negro.
Por León he hecho mi imaginaria ruta por Castrocalbón, Herreros de Jamuz, Bercianos del Páramo, Nogarejas, Quintana y Congosto. Es posible que también haya ardido la espectral Celama, el territorio literario de Luis Mateo Díez. Más abajo, en la linde norte de Cáceres, la toponimia me tira de la oreja para hacerme saber que existen Jarilla, Cabezabellosa, Gargantilla o Aldea del Cano. Y en la curva lindera entre Portugal y Castilla y León usted y yo hemos conocido ahora otra versión dolorosa y sin gracia de Orense, la conocida sartén de Galicia, allí donde La Mezquita, Chandrexa de Quexa, Santigoso, Carballeda de Valdeorras o la Peña Trevinca en el macizo galaico-leonés.
Arde España, tal vez su mejor faz, por entre mojones de nadie y siberias de silencio. En pocos días de indiferencia y olvido, todo habrá quedado en una simple quema de rastrojos.
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