La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sánchez entra en los templos cuando quiere
SUBIÓ las escaleras del soberado de la casa del pueblo con cierta fatiga en busca de sus recuerdos. Buscó en la vieja arca de madera la juventud perdida. En amarillentos papeles de periódicos que envolvían una caja de cartón creyó reconocer lo que escudriñaba. Pues recordada aún que en la seguridad de la soledad hacía años había empaquetado y guardado la vieja túnica negra color ya de "ala de mosca". Y efectivamente allí estaba. Al cogerla de repente brotaron en su memoria un torrente inagotable de experiencias cofradieras de hace ya más de cuarenta años. La hermandad resucitada. La cofradía revivida. Hermanos trajeados de oscuro y siempre serios que le hablaron de usted siendo un adolescente, le dieron la primera papeleta en la antigua casa de hermandad justo en la plata alta de la actual sala de recuerdos.
Él aún no lo sabía, pero aquellos hombres graves serían con el tiempo sus modelos en la cofradía. Un grupo de jóvenes le pidió al salir al atrio la paleta y le entregaron con risas una pequeña bolsita negra que contenía una túnica, sin esparto, lógicamente. Era de un muerto, le dijeron. No te olvides de devolverla después de la Semana Santa. Tampoco lo intuía, pero aquellos jóvenes que le aterraron con severas observaciones sobre las santas reglas serían con el paso del tiempo sus compañeros de junta de gobierno. Su primera túnica. Allí mismo compró un modesto escudo con las cinco cruces de Jerusalén. Se coloca con imperdibles para que no destiña, le argumentaron. Ahora, hermano, busca un esparto, aquí no tenemos. Y lo encontró en un amigo del colegio hermano de la Vera Cruz.
Manos cariñosas de madre lavaron y plancharon la túnica del muerto. Y cosieron el escudo. Como niño con ilusiones nuevas estrenó en su primera Madrugada la túnica que tenía en sus manos ahora al cabo de tanto tiempo. La túnica del muerto que jamás devolvió a la hermandad porque un día se la adquirió al mayordomo con las mil pesetas de varios meses de paga. La túnica verdaderamente suya. La de la primera y, cuando Jesús Nazareno lo llame, la de la última estación de penitencia.
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