Antonio Montero Alcaide

Un villano con corona

05 de junio 2020 - 11:45

LaS historias locales suelen parecer menores si se las compara con la más ancha extensión de la historia mayor. Sin embargo, permiten que esta última resulte más cercana, se haga a la vez concreta y, por qué no, se preste un tanto a la recreación o a tomar como fuentes fidedignas los relatos de las tradiciones orales. A finales del siglo XIX, en 1886, un médico erudito y con vocación arqueológica, Manuel Fernández López, escribió la Historia de la ciudad de Carmona, reeditada 110 años después con estudio introductorio de Manuel González Jiménez, carmonense asimismo y Catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Sevilla. Era hermano el autor de Juan Fernández López, farmacéutico y colaborador de Jorge E. Bonsor que, entre otras excavaciones, llevó cabo la de la Necrópolis de Carmona, adonde llegó en 1881. Luego el historiador vivió de cerca un significativo hallazgo para documentar el alcance de la presencia romana, cuando además, en la segunda mitad del siglo XIX, renacía la historia local, como apunta Manuel González. Buena muestra de ello son los primeros volúmenes de la Historia de la ciudad de Sevilla, de Joaquín Guichot y Parodi, en 1875. Inspiración casi segura del médico carmonense, que ingresó en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, en 1898, con un discurso, sobre arqueología, contestado por José Gestoso Pérez.

En el amplio periodo de la Historia de la ciudad de Carmona, destaca la resistencia al asedio de Enrique II, hermanastro de Pedro I, al que mató en Montiel, en 1369. Dos años necesitó para rendir la ciudad en que se hizo fuerte el maestre de Calatrava, fiel vasallo –cuando las lealtades eran mudadizas– de Pedro I, y que tenía en ese momento a su cuidado a los infantes. Acampado estuvo Enrique II en un paraje, el Derramadero, que es una llanura visible desde el imponente mirador del Parador de Carmona, el Alcázar del rey don Pedro, que guardó predilección por esta ciudad. Y López de Córdoba, después de muchos lances y porfías con las tropas reales, que parecían no tener fin, urdió, antes de capitular, una última tentativa. Cuestión era de aprovechar la hora de la siesta, “cuando el sol, dejando caer a plomo sus rayos de fuego, obligaba a los del campamento a buscar un poco de sombra detrás de los parapetos y espaldones”, con el intento de hacer prisionero a Enrique II, hasta cuya tienda casi llegaron, si no matarlo. El asalto fracasó y las capitulaciones fueron firmadas, donde se daba el perdón a Martín López de Córdoba y sus leales. Si bien, nada más entrar Enrique II en Carmona, hizo preso al maestre y lo envió a Sevilla para darle un tormento feroz e inhumano: “Pues no contento con arrastrarlo y cortarle manos y pies, mandó quemarlo vivo en la Plaza de San Francisco el día 12 de junio de 1371”. Manuel Fernández, movido por una histórica lealtad petrista, concluye: “¿A quién se le ocurre cometer la torpeza de creer en el honor y la palabra de un villano con corona?”.

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