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A contraluz

Joaquín / Rodríguez / Mateos

A vueltas con la carrera oficial

UN año más -y ya van…- la carrera oficial vuelve a la palestra de las intenciones, copando debates y mentideros. Sólo que ahora parece que hay algunos poniendo empeños ciertos en ello, alarmados por los susurros del tío Munícipe, que amenazan con quitarle a más de uno la silla y el sueño por mor de la seguridad pública. Porque es precisamente esa -la cuestión de la reducción de abonos- la causa de que se vuelva impenitente al debate, por mucho que haya quienes quieran disfrazarla con argumentos sobre la seguridad. ¿Cuánto dejarían de percibir las arcas del Consejo -y con ella las subvenciones a las hermandades- con 7.000 sillas menos? Y cuando se afirma de manera explícita que la carrera oficial se ha quedado pequeña, yo preguntaría, pequeña ¿para qué? Claro, que si de lo que se trata es de intentar meter varios miles más de palcos y de sillas para satisfacción de la caja registradora, se me ocurren varios lugares donde poner el palquillo, y asunto concluido.

A mí me enseñaron de pequeño que para ver de verdad la Semana Santa había que brujulear por las calles, buscando momentos. Pues esos, y no otra cosa, son los que la hacen realmente mágica, al permitir imbuirnos en sus secretos y poder aspirar durante unos instantes sus esencias. Pero parece que no, que lo que se busca cada vez más es un buen salón, con sus sillas y su catering de papel de aluminio para disfrutar del desfile-espectáculo. La Semana Santa reducida al consumo palomitero de pasivo espectador frente a la pantalla en 3-D, donde la implicación emocional o la vivencia del sentimiento quedan más para retórica de pregón. Siempre oí de los cabales que las cofradías procesionan, no desfilan, como anunciaban los programas del régimen… hasta que se las hace pasar, una detrás de otra, ante el patio de butacas, en el proceso creciente que vivimos de conversión de la fiesta -que es participación- en espectáculo, que sólo es contemplación.

La carrera oficial nació como un asunto de orden, para el control de las cofradías por parte de las autoridades, y de ahí la burguesía decimonónica aprovechó para hacer suyo un espacio de relación social. Pues, como escribía Antonio Burgos, a los palcos se va más para hacerse ver que para ver las cofradías, algo que, por lo que se ve, es un fenómeno en aumento y un ansia bien cotizada.

A mí, desde luego, no me gustaría una Plaza Nueva convertida -junto con la de San Francisco- en un gigantesco estrado, al modo de tantas calles y plazas por las que transcurren los gélidos desfiles de las cofradías de las ciudades de Castilla en una especie de museo en movimiento.

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