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  • Dos guardias civiles sevillanos que estuvieron destinados en el País Vasco relatan cómo era su vida allí y cómo les marcaron sus experiencias

Uno de los agentes entrevistados en este reportaje.

Uno de los agentes entrevistados en este reportaje. / Antonio Pizarro

Vicente padece el síndrome del Norte. Lleva más de un cuarto de siglo fuera de la Guardia Civil, pero sigue estando alerta cuando se sienta en un bar. Examina con la mirada a todo el que pasa, ya sea un hombre joven o un abuelo con su nieto. “Yo vine cambiado de allí. Mi carácter es otro. Me enfado mucho, me irrito. Y yo no escapé del todo mal. Hay muchos compañeros que acabaron enganchados a la droga dura, a la heroína principalmente, y otros que se volvieron locos”.

Accede a identificarse con su nombre de pila y a hacerse una fotografía, siempre que no se le reconozca. “Yo ya no estoy en la Guardia Civil, pero trabajo en un bar y no tengo ganas de que nadie sepa mi vida”. Estuvo destinado en el País Vasco entre 1980 y 1991 en distintas unidades. Sobrevivió a varios atentados y vio morir a varios compañeros, entre ellos su íntimo amigo, con el que compartía piso. “Fueron muchos años y años muy malos. Todos teníamos un número, como en la lotería, y el mío no salió premiado”. Dice que habrá cosas que no pueda contar, y muestra cómo se le eriza el vello cuando recuerda alguno de los sucesos que vivió en primera persona.

Fotografía antigua de uno de los agentes entrevistados. Fotografía antigua de uno de los agentes entrevistados.

Fotografía antigua de uno de los agentes entrevistados. / Antonio Pizarro

Su primer destino fue Durango, donde se encargaba de vigilar la central eléctrica de Iberduero, que era un objetivo de la banda. No tuvo que esperar demasiado para vivir de cerca las hostilidades. El día que llegó mataron a tres policías nacionales, ametrallados en un coche no oficial cuando regresaban a Bilbao. Los agentes habían estado en el Ayuntamiento de Durango, donde periódicamente se instalaba una oficina del DNI.

"Luego nos ametrallaron desde la obra de una iglesia, y no estábamos donde siempre nos poníamos”

“No había horarios establecidos. Íbamos a la central y lo mismo estábamos dos horas que ocho. El relevo podía llegar de tres o cuatro puntos, para que nunca averiguaran el camino. Había una bajada de dos o tres kilómetros en la que echábamos una hora. Iban tres LandRover y nosotros a los lados andando. Como una guerra, igual. Armados hasta los dientes. Con tacos adhesivos para llevar dos cargadores y otros dos cargadores más a los lados. Yo tenía 18 años y no era muy consciente de todo eso”.

Después de tres meses en Durango pidió voluntario la concentración de un año al País Vasco. Fue destinado a la comandancia de San Sebastián, en concreto al puesto de Éibar. El principal trabajo que hacían los guardias en esta localidad era la vigilancia en la fábrica de armas Star y en el Banco Oficial de Pruebas del Ejército de Tierra. Cada vez que había un cambio de turno iban doce guardias. Entraban cuatro en la fábrica o en el banco de pruebas y ocho protegían la entrada. “Ya habíamos tenido antes un atentado con un muerto, y lo hacíamos a pie”.

En Éibar había varias balas que llevaban su nombre. “Dios nos bendijo. Era domingo por la noche. La mayoría del cuartel estaba en el bar, viendo los resúmenes de los partidos que echaban en Estudio Estadio. Nos arrojaron varias granadas. Una de ellas cayó debajo de la ventana del bar del cuartel, pero no reventó. Si revienta, hubiera sido una carnicería. Y después nos ametrallaron. Yo estaba de guardia en la puerta, pero en ese momento no estábamos en el sitio donde nos poníamos siempre. Estábamos hablando con unos enanos de un circo que había en el pueblo. Cuando oímos las ráfagas, ya salimos nosotros disparando y ellos se marcharon. Pero luego los plomos se podían recoger con una escoba. Había muchísimas balas”.El atentado lo presenció desde su casa otro guardia civil que vivía en unos bloques cercanos. Estaba casado y no había sitio para guardias casados en el cuartel, por lo que se alquiló una vivienda con su mujer en un bloque de pisos. “Son los que se ven detrás del campo de fútbol del Éibar, que está muy cerca del cuartel. A nosotros nos tirotearon desde la obra de una iglesia que estaban construyendo allí. Fuimos a por el compañero del piso, para ver si estaba bien, y se echó a llorar, porque los había visto, pero no reaccionó. Si él abre fuego desde arriba, no se hubieran escapado”.

"Hay compañeros que han acabado muy mal, enganchados a la heroína o con la cabeza perdida”

Lo cuenta y se para. “Ahí sí que... Eso hay que vivirlo, ¿eh?. Tuvimos que sacar a un compañero de debajo de la cama, pero ese hombre no es ningún cobarde. Hay que estar allí para conocer lo que es el miedo. Si lo controlas vas bien, pero como no lo controles, terminas mal. Yo aquel día, cuando me acosté, me desperté a la media hora encharcado en sudor. Eso era miedo. Y antes, cuando pasó todo, le dije al capitán que me iba al bar a tomar algo. Le he dado vueltas a la cabeza durante más de treinta años. No recuerdo lo que tomé. Esa parte la tengo totalmente en blanco”.

El atentado de Éibar fue el que más de cerca vivió, pero no el único. Durante un tiempo realizó escolta de los explosivos que se repartían en las canteras. “Más de una vez nos encontramos a otras unidades que nos pararon, y vimos allí al GAR (Grupo Antiterrorista Rural) y al Tedax, que acababan de retirar de la carretera una olla que estaba dirigida a nosotros”. Las escoltas se hacían en Land Rover, al principio llevaban los del techo de lona y luego ya llegaron los de chapa. Éstos tenían la puerta trasera y los cristales quitados, para que la onda expansiva saliera en caso de bomba. “Incluso en invierno. Más de una pulmonía cogimos. La única ropa de abrigo que llevábamos era la capa antigua”. La escolta de explosivos siempre tenía que pasar por Mondragón a golpe de sirena. “Había un semáforo en una curva. Nosotros tirábamos a la izquierda hacia la cantera. Como la escolta se cortara ahí, al coche que se quedaba atrás lo apedreaban sí o sí”.

"Fueron muchos años y años muy malos. Todos teníamos un número, como en la lotería, y el mío no salió”

Un día iba camino de la central de Iberduero en Durango y se cruzó con una escolta de explosivos. “Los dejamo pasar y ya ellos giraron a la derecha y nosotros seguimos hacia delante. No habíamos recorrido ni 600 metros cuando escuchamos un boom, un pepinazo al último coche. Para atrás corriendo y... Estas manos que están aquí intentando meterle las tripas para dentro a un compañero”.

Sufrió la pérdida de muchos compañeros. “No mataron a ninguno estando yo delante, pero sí gente con la que vivía. A mi colega lo mataron y yo había estado media hora antes con él. Esa es la parte más amarga de todo esto”. Su colega es Manuel López Fernández, un joven guardia malagueño al que tirotearon en la estación de Irún en compañía de otro agente, el 29 de diciembre de 1982. “Tuvo muy mala suerte, en todos los sentidos. Era muy buena persona, pero un poco desastre. La mitad del uniforme lo tenía en Málaga. Yo salía a las seis de la mañana y él entraba a las siete. Yo venía con una caja de naranjas clementinas que me había regalado un camionero. Más contento que iba yo... Él me había dejado en la cama el traje de campaña, que yo se lo había prestado porque el suyo lo tenía en Málaga. Y me dijo que se iba ya porque por una vez iba a llegar temprano, que ya estaba harto de que le echaran broncas porque siempre llegaba tarde”. Los dos guardias civiles fueron tiroteados por unos etarras vestidos de militares. “Al que iba con él le dispararon a bocajarro, a él le soltaron un rafagazo y le dieron en los pulmones. Cayó a la vía y no lo encontraban”. Murió en el hospital, unos minutos antes de entrar al quirófano.

"Dios nos bendijo en un atentado en Éibar. Arrojaron una granada al lado del bar del cuartel y no reventó”

“Y muchos funerales me han tocado. Se hacían todos en el Gobierno Civil de San Sebastián, porque venían las autoridades. El día que murió mi colega, la madre sólo hacía decirme ‘vete de aquí, no vayas a acabar como mi hijo”. Recuerda especialmente un funeral:el de los cuatro policías nacionales que fueron asesinados en Rentería en una emboscada. “Estábamos en el Gobierno Civil y escuchamos un tiro. Bajamos a ver qué pasaba. El sargento de la Policía se había volado la tapa de los sesos”. Se refiere a Julián Carmona, sevillano, que se suicidó en el funeral de sus compañeros y se le consideró uno de los primeros casos de síndrome del norte. Entre las víctimas de aquel atentado también había un policía de Olivares, Antonio Cedillo.

También tiene algunas anécdotas curiosas. “Un día nos mandan a Vitoria, a la cárcel de Nanclares de la Oca, porque iba a salir un etarra. Habían venido autobuses a recibirlo, con una banda de música y todo. Total, que sale, lo reciben, y nosotros pedimos permiso para levantar el servicio e irnos a comer. Cuando llegamos al restaurante, nos encontramos allí al etarra comiendo con toda la familia. Nos reconocimos mutuamente. Se levantó un señor de la mesa y se dirigió a nosotros:‘señores, por favor, quédense a comer, aquí no va a pasar nada, comamos todos tranquilamente’. Nos quedamos y no se comportaron muy mal, la verdad, aunque evidentemente le jodimos la fiesta”.

"En uno de los funerales un sargento de la Policía Nacional se voló la tapa de los sesos”

Las primeras elecciones que ganó el PSOE las pasó en una aldea de Andoain. Se estropeó el Land Rover que los tenía que recoger y permanecieron en el pueblo hasta las cinco de la mañana. “Muertos de frío”. Como nadie les daba cobijo, tuvieron que meterse debajo del motor de un camión que acababa de llegar. En otras elecciones, en Tolosa, se ganaron la confianza de los niños del pueblo dándoles caramelos. “Lo hacíamos así porque, si veían a los niños cerca, pensábamos que no harían nada contra nosotros. Nos terminaron invitando en el bar. Anda que si llegan a saber el verdadero motivo por el que les dábamos caramelos...”.

En otra ocasión pasó por delante de un comando que esperaba a un policía nacional. La mujer de éste le hacía señas por la ventana y él entendió que le estaba diciendo adiós. “Yo le respondí, le dije adiós con la mano, y luego un compañero me dijo que me estaba avisando de que había un comando debajo. Menos mal que no me reconocieron. Si no, me dejan frito”. Otro día, le enseñaba el casco viejo de San Sebastián a su novia y a los familiares de otro guardia cuando se cruzaron con una manifestación proetarra. “¿Qué otra cosa íbamos a hacer?Pues nos metimos en la manifestación hasta que encontramos una callejuela para salirnos. Y allí los dejamos con sus presoak y sus cánticos”.

"Unas elecciones se estropeó el Land Rover. Estábamos muertos de frío. Nos metimos en los bajos de un camión”

Ahora quiere volver, pasar unos días en el territorio que antaño fue tan hostil, en el que hasta el carnicero que les suministraba la carne era informador de ETA y el empleado de la fábrica de armas que iba al cuartel a que le firmaran los albaranes e invitaba a los guardias civiles a unos vinos participaba en las manifestaciones proetarras. “Hasta el hermano de un comandante de Navarra llevé yo a Madrid detenido una vez”.

Finales de los ochenta

El clima que se encontró Pedro al llegar al País Vasco era algo distinto. Este agente de la Guardia Civil, también natural de Sevilla y que continúa en activo, ya conocía bastante de la situación en el norte porque su padre, también guardia civil, había estado destinado allí en varias ocasiones. Su promoción fue una de las últimas en ser destinadas de forma forzosa al País Vasco, en la segunda mitad de los años ochenta. “Era muy joven, tenía 21 años y venía de un destino en Cataluña. Lo asumí con mucha deportividad, mi carácter es así”. Estuvo destinado en una unidad en la comarca del Goierri, en Guipúzcoa. Viajó hasta allí con su coche matrícula de Sevilla un mes de diciembre. “Cuando vi Ocho apellidos vascos me sentí muy identificado, puesto que la climatología iba empeorando según me acercaba”.

"Nos daban un mes de ambientación, le decían la ‘ikastola’, me dijeron que en mi destino eran la mitad etarras”

Antes de incorporarse al puesto, los guardias tenían que hacer un mes de ambientación, que se conocía popularmente como la Ikastola (palabra vasca que significa escuela), que se hacía en Fuenterrabía. “Nos daban una pequeña tarjeta plastificada que contenía un decálogo de normas de seguridad. La primera decía “Entre la población son pocos los terroristas, pero cualquiera de ellos puede serlo”. Otra decía “Siempre prevenido, nunca atemorizado”. Al conocer cuál era mi destino, uno de los monitores del curso se acercó y me dijo “ten cuidado allí, la mitad son familia de terroristas”.

Finalizada la Ikastola, todos pasaron por la comandancia de Intxaurrondo para entregar las caducas Star 9MM con cargadores de ocho cartuchos y recoger una Star 30M, mucho más moderna y con cargadores de 15 cartuchos, así como un fusil Cetme LC plegable del calibre 5,56. “Durante la entrega de las armas, mientras hacíamos cola, pude conocer por primera vez al entonces coronel Galindo, que le estaba enseñando las instalaciones a un mando de la Gendarmería francesa”.

Estuvo 18 meses destinado en el País Vasco, el tiempo imprescindible antes de pedir nuevo destino. “Hubiera estado más, pero dejé novia en Cataluña”. En un primer momento no tuvo una sensación negativa. “No llegué prejuzgando a nadie, pero era inevitable tener un sentimiento y unas sensaciones de inseguridad y desconfianza, pues hice mías las duras experiencias que me contó mi padre”. En general, la vida se desarrollaba dentro del cuartel. En todos los acuartelamientos había organizado lo que llamaban un imperio. Constaba de cocina con comedor, una cantina y una zona de ocio con futbolín, pinpón y sala de vídeo. El cocinero y el camarero del bar eran guardias destinados en el puesto y, si no había voluntarios, iban rotando. “Me tocó una vez hacer de cocinero y, como no sabía cómo ni qué hacer, llamé a mi novia por teléfono y me dictó una receta de pollo en salsa”.

Los proveedores eran empresas de confianza. Si no las había en la localidad, se buscaban fuera. “La gente del pueblo no nos saludaba, pero creo que era más por miedo a que alguien estuviera observando, ya que en situaciones de intimidad nos transmitían apoyo y comprensión. Piensa que nosotros nos terminaríamos yendo, pero ellos tenían que seguir viviendo allí. Asumíamos que era una forma de vida temporal, como un tratamiento médico. Había compañeros que lo llevaban bastante mal”.

"La gente del pueblo no nos saludaba, pero creo que era más por miedo a que alguien estuviera observando”

Guarda muchos recuerdos buenos de aquella época. “Dentro de lo que es la monotonía del trabajo, que al final se convierte en algo mecánico, tuve la oportunidad de tener vivencias muy intensas con compañeros, al vernos de alguna manera obligados a convivir las 24 horas. Había veces que no había sitio para todos y se compartían habitaciones, celebrábamos el fin de año todos juntos como una familia”. Precisa que este tipo de convivencia aislaba a los guardias del exterior, “algo negativo y lejos del estilo de la Guardia Civil en su estado natural, que siempre se integra en la población, pero, como en un pseudo Gran Hermano, se producían otro tipo de sensaciones e interacciones, positivas y negativas, que se grabaron a fuego y nunca olvidaré”.

La sombra de uno de los agentes durante la entrevista. La sombra de uno de los agentes durante la entrevista.

La sombra de uno de los agentes durante la entrevista. / Antonio Pizarro

Sus servicios solían ser de autoprotección. Vigilaban el cuartel y los montes cercanos, desde donde los etarras lanzaban granadas Jotake, unos artefactos caseros colocados en varios tubos de PVC que lanzaban incluso a cientos de metros de distancia. “En casi todos los acuartelamientos había cristales blindados reforzados a modo de mampara”. Las patrullas eran de dos o tres vehículos, en algún caso también había motos todoterreno. “Era raro ir menos de cinco o seis guardias. Si nos parábamos en un semáforo siempre manteníamos una distancia con el vehículo de delante, lo suficiente para tener una zona de escape. Si teníamos que echar gasolina, nos bajábamos todos con nuestras armas y dábamos protección cubriendo la gasolinera entera mientras se llenaban los depósitos”. Y, cuando había tiempo libre y se utilizaba el coche particular, se miraba por todos lados. “Bajos, ruedas, cerraduras... Algunos compañeros tenían un dispositivo en sus vehículos para que, desde la distancia, mediante un mando, se pudiera balancear el coche por si habían colocado algún artefacto que estallara con el movimiento”.

Este agente no tuvo una sensación directa de rechazo. “Pero veníamos ya después de muchos muertos, con lo aprendido por las experiencias de los que estuvieron antes”. No estuvo relacionado directamente con ningún atentado, pero sí vivió algunos episodios inquietantes. En una ocasión, sus compañeros detuvieron a dos jóvenes que llevaban entre sus pertenencias una lista con las matrículas, modelos y color de casi todos los vehículos particulares de los guardias civiles de su puesto. Otra vez, en una manifestación en Rentería, al mando le cayó al lado una maceta y a él un adoquín cuando ya regresaban en el coche. “Lo digo ahora y me río, mi hermano hizo un conjuro para que no me pasara nada si yo no me metía en líos, y parece increíble, pero funcionó”.

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