La vuelta del hombre de las nieves

Jerónimo Páez capitaneó la organización del Mundial de Esquí en Sierra Nevada, del que se cumplen 20 años

Antonio Cambril Granada

21 de febrero 2016 - 05:04

Con motivo del XX aniversario de los Campeonatos del Mundo de Esquí celebrados en Sierra Nevada, ha vuelto Jerónimo Páez a las páginas de los periódicos, las emisoras de radio y las pantallas de televisión. Muestra un aspecto más sereno, cariñoso y risueño que cuando ejercía de abominable hombre de las nieves por los peñascos y las oficinas ubicadas en las faldas del Veleta, mientras mantenía aterrados a los jóvenes administrativos de Cetursa y a los técnicos y directores generales de la Junta. Será que se ha ablandado a los 72 años.

Páez fue el hombre providencial que exportó las bondades de Sierra Nevada como Napoleón exportó la Revolución francesa, que nos amplió y transformó la estación de esquí hasta convertirla en un monumento al turismo invernal, en una Alhambra de hielo, nieve y forfait a mil duros de los de entonces. Le ayudaron mucho el carácter, el insomnio crónico, la inteligencia natural y aquella capacidad suya para citarse por separado, a la misma hora y en el mismo restaurante, con varias grupos de personas a la vez, para comer en tres mesas distintas un solo plato de jamón de Jabugo verdadero y para abandonar de repente a los comensales, esprintar quince metros, atravesar la barra armado con la punta de un bollo en la mano y chafarte el par de huevos fritos que te acababan de servir. Zas, directo a las yemas en tanto accedía a concederte, con su particular estilo, la entrevista que le habías solicitado: "Vale, emm, yo hablo y tú escribes. No me interrumpas hasta que acabe, y entonces intercalas las preguntas, emm, que te dé la gana". A un hombre que iba así, con el chusco en una mano, el corazón en la otra y el decreto ley en la boca, y al que además se le descolgaban las gafas por el puente de la nariz y te miraba de abajo arriba, pero parecía que te miraba de arriba abajo, no se le podía negar nada.

A su infinita capacidad de trabajo, Páez unía su condición de hombre libre, enemistado con la burocracia, no sometido a la disciplina de ningún partido, ni necesitado de ello, y el instinto natural que le permitía conocer que en Andalucía no había otra sierra, otras cumbres, con la latitud ni la altitud suficientes para montar una estación digna y competitiva; luego si Andalucía quería destacar en el mundo de los esquís, los anoraks y el veraneo invernal, no tenía más remedio que hacerlo en Granada. La Sierra no era transportable. Así que cuando amenazaba con dimitir, y lo hacía cada vez que le cuestionaban una fecha, un trámite o un presupuesto, temblaban los tabiques de tres consejerías. Siempre fue temido y respetado por su exigencia y eficacia.

Páez pudo hacer todo aquello porque contaba con aliados, con una generación de políticos que aún no se había degradado con la acumulación de trienios en el cargo, con una ciudad y una provincia que aún albergaban el orgullo de su grandeza, de su condición de cabeza de un antiguo reino, y que no había sido relegada, como ahora, al culo del mundo por 30 años de abandono oficial. Granada aún disponía de personas e instituciones, entre ellas una Caja poderosísima, una Universidad sin competencia, y un prestigio enorme en sus alrededores. Supo aprovechar ese capital y logró que, pese al cainismo y las batallas consustanciales al ser granadino, las gentes se unieran en la defensa de un proyecto común. Con la alianza del consejero Juan López Martos, con un gran equipo humano en Cetursa, con cientos de voluntarios que dieron lo mejor de sí, con el Ejército detrás y hasta con la prensa ayudando y exigiendo, logró convertir en un tremendo éxito el último proyecto colectivo del que puede sentirse orgullosa Granada. La estación se erigió en una de las grandes de España y se puso fin a las grandes infraestructuras de comunicación entonces pendientes.

Después de aquello Páez continuó en lo suyo, siguió ejerciendo de asesor fiscal de algunos de los capitales más caudalosos del sur de España desde su despacho en Divina Pastora, junto a los jardines del Triunfo, y los que mantuvo abiertos durante un tiempo en Marbella y en Madrid. Pero como le sobraban talento, devociones y tiempo, puesto que apenas duerme, le puso en marcha a la Junta el Legado Andalusí y dio vida a una editorial en la que ha publicado una de las más hermosas colecciones de libros sobre ciudades míticas que exista. La historia de Venecia, Barcelona, Alejandría y tantas otras relatadas por autores de auténtico prestigio, traducidas con mimo y editadas con pasta dura y un primoroso surtido de fotografías. De algunas traducciones se encargó él mismo, porque Páez conoce bastante bien el inglés y el francés y, si tienes la suerte de topar con él tras el segundo vino, es capaz de recitarte el April is the cruelest month, de Elliot, y hasta de hacértelo entender. El acento no es su fuerte.

Su dominio de la poesía también se extiende al castellano y no son pocos los que han tenido la suerte de oírle del cabo al rabo el Umbrío por la pena, casi bruno, de Miguel Hernández, en la cueva del Carmen de los Chapiteles, uno de los ámbitos urbanos más hermosos de España, situado en el bosque de la Alhambra y propiedad de su hermana Alicia. En noches como esa, que en ocasiones aprovechaba para cerrar algún negocio o simplemente agasajar a sus amigos, siempre le acompañaba el cuadro de Curro Albaicín, porque Páez, pese a la ostensible dificultad para expresar sus afectos, siempre ha sido fiel a su gente; aunque en las relaciones, como en tantas otras cosas, su manera consiste en ir, conseguir el objetivo, restregarse, emprender la retirada y luego sufrir ataques de nostalgia y mantener el cuidado en la distancia. Lo ha demostrado recientemente ayudando a la familia de Antonio Jiménez Blanco, en la organización de un homenaje al que fuera presidente del Consejo de Estado, con quien montó y financió durante la transición el Club Larra, un espacio de debate al que acudieron muchísimos de los hombres que capitanearían después la democracia española y en el que tuvo una participación especial el Partido Comunista, de cuyos presupuestos ideológicos tan alejado está en la actualidad. Páez, que siempre ha abominado de los controles y la burocracia administrativa, ha ido radicalizando su pensamiento hasta convertirse en un ultraliberal en lo económico. Su lema: "Para distribuir la riqueza, primero hay que crearla". Ahora, que de economía sabe un rato y a él fue al primero que le oí predecir la profundidad y la duración de la crisis que aún se sufre.

Además de su carácter, un hombre es también su cuerpo, sus andares, el tono de su voz, la intensidad de su mirada, y la imagen de Páez dice mucho de sí mismo cuando lo ves, cargado de espaldas, caminando a prisa, con una blazier y debajo un jersey granate, y debajo una camisa de la que sobresale el cuello de la camiseta blanca; y sabes, porque lo has visto en otras ocasiones, que guarda la corbata doblada en un bolsillo. Su voz no es menos expresiva: habla con el tono bajo, pero seguro e imperante.

Miembro de una familia numerosa, primo del periodista Alfonso Rojo e hijo de un abogado especialista en fiscal que ejerció durante unos años de inspector de Policía, Jerónimo Páez ha sido desde bien joven una de las figuras capitales de Granada. Su estrecha amistad con Juan Carlos I, al que atendía en todas sus visitas, le sirvió para facilitar muchas gestiones en favor de la ciudad, de Andalucía y de la Sierra; y para ampliar las relaciones con el mundo árabe, que conoce en profundidad, del que escribe con alguna frecuencia en los principales periódicos nacionales y al que ama hasta el punto de mantener una casa en Marraquech y un palacete en un oasis perdido al otro lado del Atlas en el que, se cuenta, se refugió durante unos días hará dos años la reina Sofía.

Divorciado y padre de dos hijos, sufrió una operación coronaria a pecho abierto hará algo más de un lustro y decidió retirarse de la vida pública, aunque manteniendo abierto su despacho. Desde entonces va de su corazón a sus asuntos, aunque a veces se escapa y topas con él en la calle Ganivet y, cuando le recomiendas un libro, contraataca recomendándote otro, mejor en su opinión, sobre el mismo asunto, e invitándote a algo. Porque Páez no pierde el punto de vanidad, ni esa forma tan peculiar de demostrar el cariño cuando te dice: "Tú calla y te tomas lo que yo te diga". Y, en ocasiones, o casi siempre, acierta.

Sí, se ha hablado mucho, y bien, estos días del abominable, y entrañable, Jerónimo Páez, y de su gestión en la sierra, que él no olvida aunque ya habite en otras nieves: las propias del tiempo.

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