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Cine

No hay cuarteto: Christopher Walken es un solista con trío

El último concierto. Drama, EE UU, 2012, 105 min. Dirección: Yaron Ziberman. Guión: Seth Grossman, Yaron Ziberman. Fotografía: Frederick Elmes. Intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Christopher Walken, Catherine Keener, Jeremy Northam.

El cine heredó del teatro la llamada pieza bien hecha, un mecanismo cómico o dramático que funciona con la perfección y previsibilidad de un reloj. Con el tiempo desarrolló una variante que pretende ir más allá del mero entretenimiento. Peter Shaffer con Equus, Edward Albee con ¿Quién teme a Virginia Woolf?, John Patrick Shanley con La duda o Yasmina Reza con Un Dios salvaje son ejemplos muy conocidos. La clave para lograr el éxito con este tipo de piezas reside en dos factores. Uno es que la acción se concentre en pocos personajes y un objetivo perseguido por ellos obsesivamente en una atmósfera cerrada. El otro es el talento interpretativo de esos pocos actores. Recuerden al Burton y al Firth de Equus, al dúo Taylor-Burton en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, el duelo entre Meryl Streep y Seymour Hoffman en La duda o el cuarteto formado por Winslet, Waltz, Foster y Reilly en Un dios salvaje.

El último concierto es una pieza bien hecha que plantea un buen argumento obsesivo resuelto casi enteramente en unos pocos interiores, interpretada con perfección por un deslumbrante cuarteto de actores. Luego la cosa funciona. Un prestigioso cuarteto de cuerda que lleva 25 años dando conciertos por todo el mundo. El chelista y alma del grupo afectado por un párkinson incipiente. La armonía, precisamente la armonía, rota entre ellos: lo construido pacientemente a base de talento, trabajo, precisión, sensibilidad y amistad durante un cuarto de siglo se resquebraja. Corrientes subterráneas de frustración, desamor y envidia afloran.

Ésta es la historia de esta muy buena película realzada por una portentosa música -el cuarteto op. 131 de Beethoven, próximo concierto del grupo- a la que Angelo Badalamenti suma con la discreción y modestia obligada por el gigantesco colega una banda sonora que no estorba, lo que ya es decir mucho; hermosos planos de Nueva York nevado; una gran elegancia narrativa; y cuatro soberbias interpretaciones. A destacarse las de una exquisitamente intensa Catherine Keener, un grandísimo (como siempre) Philip Seymour Hoffmann y, sobre todo, un inconmensurable Christopher Walken. Es uno de esos raros actores que al talento interpretativo suma un rostro hipnótico, capaz de articular todas las emociones extremas con una desconcertante sobriedad enmarcada de un exceso siempre intuido pero nunca consumado. Un rostro al borde del abismo, por así decir. En este caso de un abismo de ternura, indefensión e inteligencia.

Lo que no entiendo en este guión inteligente y sensible es qué pinta la estúpida e insoportable hija de Seymour Hoffman y Keener (en la ficción, claro). A Pilar, la bailaora, también se la podrían haber ahorrado. Sólo son usadas como elementos externos de demolición del cuarteto. Los elementos internos habrían bastado; y la concentración dramática, ganado. Bastaba con la historia de Christopher Walken. Esta película sería más grande si hubiera tratado solo de él y del cuarteto.

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