Javier Gomá | Filósofo

"La vulgaridad es un progreso moral"

  • El pensador, escritor y dramaturgo acaba de publicar 'Universal concreto', un ensayo en que culmina su trayecto intelectual consagrado a la ejemplaridad como materia filosófica, histórica, política y artística 

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Javier Gomá (Bilbao, 1965), durante la entrevista.

Javier Gomá (Bilbao, 1965), durante la entrevista. / Javier Albiñana (Málaga)

Invitado por el Centro Andaluz de las Letras, Javier Gomá (Bilbao, 1965) visitó esta semana el Museo Picasso Málaga (en diálogo con Manuel Arias Maldonado) y el Cicus de Sevilla (en conversación con Ignacio Camacho) para presentar su nuevo libro, Universal concreto (Taurus), en el que culmina el órdago intelectual consagrado a la ejemplaridad que comenzó con su Tetralogía y que cultivó posteriormente en otros títulos. Director de la Fundación Juan March, autor de obras de teatro de gran éxito y articulista en prensa de largo recorrido, Gomá constituye, por derecho, una cima visible del pensamiento español contemporáneo.

-En el prólogo de Universal concreto afirma que éste debió ser su primer libro. ¿Podrá dar ya por zanjada la cuestión de la ejemplaridad?

-En parte, sí. En el libro argumento que la filosofía es literatura. Una literatura conceptual, pero literatura. Y argumento también que la verdadera literatura es de vocación. Y la vocación entraña una visión y una misión, en el sentido de que activa todas tus facultades intelectuales, y también sensitivas, en una dirección concreta. Yo fui consciente por primera vez de esta vocación en otoño de 1980. Tenía quince años y estudiaba segundo de BUP. Entonces tuve una intuición muy poderosa, muy preverbal, en relación con una familia de conceptos, y de imágenes, como modelo, prototipo e imitación. Ante una vocación temprana y violenta como la mía, cuando aún carecía de la madurez personal para darle forma, el resultado fueron más de veinte años de ansiedad en los que traté de verbalizar estos conceptos y de encontrar el género adecuado para escribir sobre ellos. Estando ya en la treintena, comprendí que ya había llegado la hora, pero fui incapaz de alumbrar nada hasta que me decidí a escribir la Tetralogía. Después escribí otros libros que comparten el mismo aire de familia, que vinieron como a rebañar el mismo plato, como Filosofía mundana, Dignidad y La imagen de tu vida. Al final, todos estos libros respondían a la misma visión, pero en esa visión quedaba un resto que ninguno de estos libros había logrado incorporar, que era una exposición unitaria de la visión misma. Echaba de menos una presentación clara, ordenada y sistemática. Y éste es el libro, que, en efecto, redondea y completa aquella visión de otoño de 1980.

-¿Necesitaba tomar distancia?

-Sí. A mí me transformó mucho la muerte de mi padre. Aquel sentimiento poderoso de orfandad me concedió una cierta distancia de mí mismo, de mi propia vocación, de mis libros. Quizá entonces me sentí con la separación suficiente no para escribir sobre una visión, sino la visión misma.

-Si buscó durante años el género adecuado, ¿pudo haber sido este libro una novela, a lo Diderot?

-Siempre he sido muy sensible a la novela. No tanto a la poesía. La poesía me genera cierta insatisfacción, tiendo a pensar que lo que dice el poeta se podría decir de manera más clara y más precisa. A menudo la ambigüedad me parece una falta de precisión, de ideas claras, sobre todo como consecuencia de los estragos que produjo el surrealismo. Sin embargo, siempre he sido muy lector de novelas, no tanto por buscar un entretenimiento sino con la sospecha de que ahí estaban ocurriendo cosas que me afectaban. De hecho, lo primero que escribí a mis veintipocos años fueron dos novelas cortas. Siempre me he sentido interpelado por la novela. Y, sí, ahora estoy escribiendo una. Empecé a escribirla en paralelo a Universal concreto, pero la dejé para centrarme en el ensayo porque, en el fondo, tenía cierta prisa en culminar este proyecto de vida. Una vez que publiqué Universal concreto he vuelto a la novela, que se titula Lo quiero todo, como uno de mis microensayos, y que es una novela de educación.

"Sólo somos autónomos en la medida en que escogemos nuestra propia dependencia"

-En su libro contrapone el universal concreto del ejemplo frente al universal abstracto del lenguaje. Sin embargo, ¿no necesitaremos siempre del lenguaje para que el ejemplo ocurra o, al menos, podamos reconocerlo?

-Yo empezaría diciendo, de entrada, que, si el ejemplo es un acto, el lenguaje también lo es. Ahora bien, si yo propongo el ejemplo como acto, no lo hago en sustitución del lenguaje. No necesitamos ser seres sin lenguaje, ni habla ni comprensión para poder alcanzar la plenitud que mi libro propone. Parto de la idea de que a menudo se considera, a mi juicio erróneamente, que en la filosofía lo importante no son las respuestas, sino las preguntas. Creo que quien dice esto no tiene una visión propia. Quien sí tiene una visión propia siente que las preguntas son siempre las mismas y que lo que cambia son las respuestas. Las respuestas de Platón, Aristóteles, Descartes y Kant son diferentes, pero las preguntas son siempre las mismas, qué hay en el mundo y qué hacer con lo que hay. Yo planteo la tesis de que los filósofos, desde los presocráticos a los postmodernos, han dado una pluralidad de respuestas pero siempre bajo el mismo imperio, que es el del lenguaje. ¿Qué hay en el mundo? El universal abstracto del concepto. ¿Qué hacer con lo que hay? Pues crear un sistema ético o de moralidad a partir del que podamos actuar, que es lo que hacen Kant y Aristóteles. Es decir, se trata de crear un código de reglas conceptuales desde el que dirigir la conducta. Frente a esta versión hegemónica, mi tesis hace más justicia a la centralidad de lo humano: lo que verdaderamente existen son cosas concretas, y lo concreto, frente a lo que dice el lenguaje, sí puede ser universal. El ejemplo es, en esencia, esto mismo: un acto concreto destinado a repetirse y, por tanto, universal.

-¿No tendría entonces ese acto concreto sus límites en el lenguaje, como advirtió Wittgenstein?

-La afirmación de Wittgenstein es cierta en lo que concierne al lenguaje. Prácticamente, no disponemos de un conocimiento no verbal, salvo quizá una cierta intuición preverbal y matemática. La creatividad puede no ser verbal, pero el conocimiento sí lo es. Por eso sostengo que todos los hombres y todas las mujeres son filósofos, porque interpretan el mundo de una manera potencialmente verbal. No podemos percibir ni pensar sin interpretar. No es cierto, por tanto, que sólo un grupo de expertos puedan ser considerados filósofos, ya que todos los somos en la medida en que cada uno es un enigma para sí mismo y por eso necesitamos una interpretación. Si alguien escribe libros sobre filosofía debería dedicarse a aportar herramientas a la gente y facilitar su propia interpretación para hacer su vida más digna. De no ser así, la única alternativa posible es la filosofía como ciencia, que ya no habla del mundo ni habla para todo el mundo, sino que habla sin mundo.

"Todos los hombres y todas las mujeres son filósofos, porque interpretan el mundo de una manera potencialmente verbal"

-Al estudiar los personajes de Shakespeare, Hegel advirtió en el individuo la confluencia de tesis y antítesis. ¿Quizá el principal obstáculo de la ejemplaridad es que el modelo se perciba a sí mismo como tal?

-La solución a esta cuestión es revolucionaria. Frente a una estructura social aristocrática en la que sólo una minoría puede servir de modelo a los demás, lo que corresponde es desarrollar una ejemplaridad igualitaria en la que todos somos ejemplo para todos, no sólo unos pocos para la mayoría. La consecuencia de esta visión es que no hay una opción de imitar o no imitar, sino que imitamos siempre y somos objeto de imitación siempre. Se trata, por supuesto, de una imitación plural, heterogénea, caleidoscópica, pero no podemos vivir sin imitar y sin ser imitados. Así que la cuestión no es si imitar o no, sino a quién imitar. Contra lo que pensaba Kant, somos, esencialmente, heterónomos, no autónomos. Sólo somos autónomos en la medida en que escogemos nuestra propia dependencia. Y, para eso, es fundamental desarrollar la capacidad de conocer al universal concreto, es decir, aquel ejemplo que, siendo concreto, enuncia una ley general digna de ser repetida; y, después, de reconocerlo, esto es, asumir las consecuencias de esa ley no escrita para reformar la vulgaridad de tu vida. Conviene recordar en este sentido que ejemplo y ejemplaridad no son lo mismo. La ejemplaridad siempre es positiva, mientras que el ejemplo puede ser positivo o negativo. Nuestra obligación no es por tanto imitar, porque ya estamos abocados a ello, sino conocer el modelo, reconocerlo y reformar la vulgaridad propia para estar a la altura de ese idealismo.

-Pero, ¿no corre este ideal cierto riesgo de asociarse a la postmodernidad? Si todos somos modelos, es fácil que ninguno lo sea.

-No. Precisamente, mi libro plantea una filosofía de la historia que divide a ésta en tres partes: una premodernidad que afirmaba que la verdad estaba en el todo y una modernidad que nace con la subjetividad. La modernidad, a su vez, se divide en dos: una primera que anda aún enredada en el universo del lenguaje, incapaz de desarrollar una teoría social potente y de explicar por qué tenemos que vivir juntos si somos libres; y una modernidad tardía que coincide con lo que llamamos postmodernidad, un término que yo no utilizo en Universal concreto. La primera modernidad está basada en el yo, la segunda en el nosotros. La primera se centra en el concepto de libertad, la segunda asume la idea de igualdad. A mi juicio, entonces, la postmodernidad está formada por los epígonos de la primera modernidad que nació con Kant.

-¿Contribuye mejor la filosofía a humanizar al otro cuando se asume como literatura?

-No me cabe la menor duda. Soy absolutamente partidario de esa tesis. Tú y yo hablamos ahora y, cuando lo hacemos, no nos inventamos las palabras, sino que las tomamos del caudal común de nuestra lengua. Eso no se nos ha dado de oído, ha habido individuos antes de nosotros que han creado palabras y significados. El escritor, entonces, es un individuo con un diccionario de veinte o treinta palabras a las que dota de contenido. A partir de aquí, una misión fundamental del escritor es la de aportar al caudal común algunas palabras, significados y metáforas que en el futuro sean tomadas en préstamo por las siguientes generaciones y que les ayude a que su visión del mundo sea mejor, más refinada; y a que, a consecuencia de ello, su vida más digna. Creo profundamente en la responsabilidad cívica de la literatura.

-Entonces, ¿la mayor perversión del lenguaje consiste en negar la ejemplaridad del otro?

-Aquello de que la lengua acompaña al imperio se podría decir de otra manera: lo que acompaña a la civilización es el arte. En la premodernidad, la función del arte era, sobre todo, celebratoria. Había que celebrar el mundo porque era maravilloso. No es descabellado pensar que antes del siglo XVIII la muerte no existía: la gente se moría, pero la muerte no tenía ser porque el ser estaba en el todo, en el cosmos. Podía haber catástrofes y guerras, pero el mundo era bello. La tragedia nace no de la evidencia de que el mundo es malo, sino de la certeza de que el mundo es bueno y, sin embargo, hay gente a la que le pasan cosas terribles. Ya en la primera modernidad, la principal función del arte fue la de exaltar la libertad individual. Hubo millones de manifestaciones culturales de todo tipo que exaltaban la dignidad de un yo sin límites. Hoy día, la inmensa mayoría de la producción artística que se produce consta de epígonos de epígonos de epígonos, muchas veces ya vulgares, de las categorías de la primera modernidad y su dimensión romántica. Pero todavía no tenemos quién cante a la profunda verdad, belleza y justicia de la igualdad: todos tenemos la misma dignidad y merecemos el mismo respeto.

El filósofo, antes del encuentro con sus lectores que mantuvo en Málaga. El filósofo, antes del encuentro con sus lectores que mantuvo en Málaga.

El filósofo, antes del encuentro con sus lectores que mantuvo en Málaga. / Javier Albiñana (Málaga)

-La exaltación del yo sin límites tuvo sus fantasmas. ¿Tendrá los suyos la exaltación de la igualdad?

-El problema es que esa exaltación del yo ha sobrevivido a sus fantasmas. Una película de Hollywood, una serie de televisión para adolescentes, un anuncio de un perfume o de moda, un discurso inspirado de un político, todo esto son repeticiones de un ideal romántico vulgarizado. Apenas hay manifestaciones artísticas o poéticas que tengan que ver con un ideal de igualdad. Muy rara vez la ejemplaridad anónima, con toda su verdad, belleza y justicia, es objeto de creación artística.

-¿Cómo distingue usted la vulgaridad de lo popular?

-La vulgaridad es un progreso moral. Y lo es porque está en el inicio de la libertad y la igualdad. Aunque transitoria, es una manifestación de la realización histórica de la ejemplaridad. El concepto de lo popular tenía más sentido cuando existía la alta cultura: la cultura popular era una expresión no codificada y la alta cultura sí estaba codificada. Pero en el siglo XIX se dio un proceso de inteligencia colectiva que creó la vulgaridad, que podemos entender como una espontaneidad no educada. Al principio, la vulgaridad convivía con la misma alta cultura, hasta que en el siglo XXI deja de hacerlo porque la alta cultura es extirpada por completo. Hoy, la vulgaridad es el discurso oficial de la cultura. En lo político, nuestra época está marcada por la democracia liberal, que constituye el fin de la historia: podemos mejorar el sistema, pero ya no podemos cambiarlo. En lo cultural reina la vulgaridad, que por el contrario no es fin del sistema sino su punto de partida. Se trata de una manifestación provisional llamada a ser sustituida por la ejemplaridad, por la mayoría selecta que sustituirá a su vez a la minoría selecta de la época aristocrática. En una sociedad democrática, si es tal, no existen masas, lo que hay son ciudadanos, y todos ellos están llamados a la ejemplaridad. Esta revolución dará paso a la segunda fase de la segunda modernidad con la consolidación definitiva de la igualdad.        

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