Fuego cruzado | Crítica

La erosión de la república

  • Los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío analizan en 'Fuego cruzado. La primavera de 1936' la violencia política durante el gobierno del Frente Popular, prestando minuciosa atención a sus protagonistas, víctimas y victimarios.

Imagen de los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío

Imagen de los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío

Esta obra de los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío se incardina en un completo friso de la violencia durante el periodo de la II República y los primeros meses de la guerra civil, basado en una documentación abundante y minuciosa, y cuya tesis parece ser la tesis de la “normalidad” europea; vale decir, la no excepcionalidad de España como democracia colapsada por las ideologías totalitarias. A tal fin, véase las Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de entreguerras, en la que ambos historiadores figuran como editores; véase también la obra dirigida por Fernando del Rey, Palabras como puños, donde se analiza la intransigencia política durante el periodo republicano. Ya dimos noticia aquí, por otra parte, de Retaguardia roja, libro con el que Del Rey obtuvo el Premio Nacional de Historia en 2020, y en el que se pormenorizaba el crimen de naturaleza ideológica ocurrido durante los primeros meses del conflicto en la retaguardia republicana. En Fuego cruzado se detalla, no obstante, un periodo previo: el periodo de excepcional violencia, de febrero a julio de 1936, con que se cierra la república.

La intervención de grupos armados y milicias harían cada vez más residual el imperio de la ley

Esta violencia de carácter político se debió, según argumentan Del Rey y Álvarez Tardío, a un cúmulo de razones, la primera de las cuales es el apoyo del nuevo gobierno republicano en fuerzas que exceden, con mucho, el ideal democrático y burgués de la república. En tal sentido, el gobierno del Frente Popular, encabezado por Azaña, era deudor de unas exigencias y una retórica -la del socialismo revolucionario de Largo Caballero y el comunismo de José Díaz-, cuyos objetivos diferían sustancialmente de la izquierda republicana. Esa debilidad del gobierno es la que propicia, en primera instancia, la abrupta aprobación de una amnistía a los participantes en la insurrección asturiana del 34, aun sin estar constituidas las Cortes. Y esa misma fragilidad gubernamental, antes de Azaña y luego de Casares Quiroga, será la que consienta una creciente intervención de grupos armados y milicias que harían cada vez más residual el imperio de la ley, convirtiendo la calle en un duelo armado entre extremismos, como antes ha ocurrido en buena parte de Europa.

Son muchos los factores a considerar, desde la crisis del 29 al carácter agrario de la economía española, así como el triunfo de soluciones y modelos no democráticos: el comunismo, el fascio y el nacional-socialismo, que tienen una fuerte repercusión, principalmente en la izquierda revolucionaria. El falangismo, por su parte, tuvo un éxito menor y más tardío por la razón que aquí se aduce: tanto el fascio como el nacional-socialismo tienen su origen en la camaradería de los excombatientes de la Gran Guerra. Uno de los aspectos más llamativos, para el lector actual, sin duda será este de la posesión habitual de armas por parte de la población civil. A juicio de ambos historiadores, fue la confluencia -y a veces la connivencia- de las fuerzas del orden público con escuadrones políticos de uno u otro signo, la que iría vaciando de contenido a la república, dificultada para garantizar la seguridad y la vida de sus ciudadanos. Todo ello sucede, por añadidura, durante un prolongado estado de emergencia, en el que la censura impidió conocer la situación real de violencia en que se hallaba el país. Cuando llegue julio del 36, los crímenes se han recrudecido: la UGT y la CNT intercambian disparos en las calles, y se producen el doble asesinato del teniente Castillo, de adscripción socialista, y del dirigente conservador José Calvo Sotelo. Según escribe a su hija el socialista Luis Araquistáin, tras el asesinato de Calvo Sotelo “estamos en la fase más dramática de la República. O viene nuestra dictadura o la otra”. Para Araquistáin, pues, había llegado el momento revolucionario y se daba por amortizada la democracia burguesa y episódica. El mes anterior, informado de los sangrientos altercados que agitan España, un afligido Azaña ha dicho a Moles, ministro de la Gobernación, en presencia de Claudio Sánchez-Albornoz: “Ya estamos buenos para que nos fusilen”.

El mérito mayor de este libro es, pues, de doble naturaleza: si por un lado Del Rey y Álvarez Tardío basan su modo de historiar en el acopio y la datación de casos concretos, mencionados por sus nombres y apellidos y silueteados por su propia circunstancia; por el otro, es esa misma circunstancia la que obliga a los historiadores a no salirse de ella. Quiere esto decir que en Fuego cruzado conocemos los nombres de víctimas y victimarios, las aspiraciones de cada cual y el modo en que se resuelven, según el criterio y los conocimientos de aquella hora. Lo que se expone en estas páginas es, por tanto, la agitación de un país que ignora adónde se dirige. Sin duda, Azaña temía un futuro inhóspito, como Araquistáin deseaba una dictadura proletaria. Pero ambos se dirigían a una niebla intocada. El cuadro general es el ya señalado, en todo caso. Fuego cruzado es la particular acuñación de una figura europea, como fue la figura de los totalitarismos en su expresión callejera, organizada y violenta. El modo en que las fuerzas de choque de estas organizaciones van socavando y suplantando, mediante innumerables coacciones, las estructuras del poder democrático, es lo que aquí se relata vertiginosamente.

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