El Fiscal

El arte de Palomino

Manuel Palomino en la priostía de la Hermandad del Valle.

Manuel Palomino en la priostía de la Hermandad del Valle. / Antonio Pizarro (Sevilla)

Cientos de jóvenes han entrado por primera vez en una hermandad por la puerta de la priostía, donde en la práctica radican tantas veces los verdaderos grupos jóvenes. Manuel Palomino González (1951-2023), maestro de priostes, destacó por muchas cosas en el arte floral, en la disposición de la cera, en un concepto de estética barroco sublime, preciosista, medido y basado en el estudio previo con sus dosis de innovación, pues supo incorporar piezas e idear nuevas formas de levantar altares y exornar pasos. Pero hay una virtud que, por fortuna, se la elogiamos en vida: la capacidad de hacer equipos, de reclutar a la gente joven y hacerla trabajar con entusiasmo, la vocación que supo despertar en muchos de quienes le admiraron y quisieron aprender de su sabiduría. Palomino fue un maestro por su capacidad de crear escuela. Tal vez pagó caro su amor y su pasión por las cofradías, que demostró también lejos de Sevilla, pero no fue más que el ejercicio de su libertad. Quizás se sacrificó demasiado por ellas, pero él era así. Estaba siempre dispuesto a todo, menos a hablar sobre el momento ritual de vestir a una Virgen o de revelar la receta del incienso del Silencio. Sabía decir que no, por eso se creó algunos críticos. Aunque los iba a tener de todas maneras porque no hay éxito que no tenga una cuadrilla que trate de laminarlo.  

Palomino era ese nazareno bajito de altísimo capirote que en los andares de la Madrugada se notaba que llevaba encima la estación de penitencia de San Bernardo y la del Valle, siempre cerquita de su dolorosa de los ojos verdes. ¡Cuánto brillo le dio Palomino a la cofradía del Jueves Santo! No paró hasta conseguir los esmaltes que los monjes de la Abadía de Silos policromaron para la corona. Ni tampoco hasta lograr una originalísima naveta: un caracol y un ángel. Una preciosa pieza que cada noche de Jueves Santo nos recordará a este enorme cofrade que tanto dio por las hermandades.  

Hay amigos suyos que lamentan que no tuviera el suficiente reconocimiento en vida. Es discutible. Palomino sabía que era un maestro. Y si algo ha hecho bien la prensa todos estos años ha sido darle el sitio que merecía. Jamás se movió para lograr una medalla. Todo lo que hacía lo afrontaba por puro amor a sus hermandades, incluida la del Santo Sepulcro de Córdoba, de la que siempre presumía y a la que no dejaba en Semana Santa, sacando tiempo de donde no lo tenía para coger la lanzadera del AVE. Muchos hemos tenido la convicción de que Manolo, nuestro Manolo, no dormía en toda la Semana Santa. Ni casi en cuaresma. El sueño y el desorden de sus priostías eran las marcas de su estilo personal. No han salido pasos más exquisitos, plata más limpia, ni altares más soberbios de priostías que eran un verdadero caos. Eran la pura imagen de un campo después de una batalla, donde se combinaban los cepillos, las bayetas, los botes del limpiaplata Tarni Shield, las batas con lamparones, los tableros para apoyar los respiraderos, los restos de bicarbonato y un radiocassete donde había una cinta de la casa Pasarela que se había quedado parada en Nuestro Padre Jesús. Y todo hecho con amor y con gotitas de acidez y de malaje, imprescindibles para desenvolverse en muchos momentos en la vida interna de las hermandades.  

Jamás olvidaremos cuando buscó un vídeo para que los jóvenes acólitos del Silencio aprendieran la liturgia que se emplea en las ceremonias de la basílica de San Pedro en el Vaticano. Para sus cofradías, lo mejor. Siempre le agradeceremos el consejo de vivir la visita del Papa a la Plaza de España el 8 de diciembre para orar ante la Inmaculada. “Eso es lo más bonito para un concepcionista después de vivir la festividad en San Antonio Abad, claro”.  

Cuidó a las cofradías todo lo que él mismo no se cuidó. Era su concepto de generosidad. Por fortuna dejó escritas algunas de sus enseñanzas en esos tomos que nos ilustraban sobre Semana Santa en los años 80 y 90. Era un buen lector de periódicos. Muchas veces pedimos su ayuda para que puliera los textos de las guías que Diario de Sevilla publica sobre las cofradías, el Corpus y la Virgen de los Reyes. Y lo hacía con interés, generosidad y discreción. ¡Cómo quería a la Patrona! Palomino nos instruía sobre decenas de detalles y nos enseñaba la precisión y el rigor. La Virgen de los Reyes se sienta en una jamuga. El paso no es vuelto en las esquinas para que el pueblo la vea, sino para que reciba el incienso de la presidencia eclesiástica mientras se entonan las antífonas. Enseñanzas que nunca se olvidan de quien fue creando esa escuela de la que pocos pueden presumir y una legión de verdaderos admiradores.  

En la Madrugada tenía claro que necesitaba ir cerca de su Concepción. Por eso salió de acólito turiferario a falta de otros puestos que había ocupado como prioste o diputado de Monumento. Ay, esos chasquidos de Palomino que marcaban a los primitivos nazarenos el momento justo de la adoración al Santísimo, único y principal motivo por el que sale la cofradía.  

Si los buenos diputados canastillas sacrifican su estación por la de los demás, para servir a los nazarenos de sus tramos, Palomino consagró su vida a las cofradías que amó. Y salió de Sevilla sin complejos ni prepotencias para aprender y traerse lo mejor, como el año que quiso conocer el Corpus de Toledo. No era ni ombliguista ni cateto, sino una persona con ganas de saber y enseñar, con inquietudes por la cultura litúrgica y el Arte como vías para llegar a Dios y a María Santísima, que era como le gustaba llamar a la Virgen.  

Secretario antes que prioste, socarrón, fino observador, muy trabajador, malaje como buen sevillano, de gusto exquisito y sin reparos a la hora de pedir cuando se trataba de su hermandad. “¿Tú tienes 11.000 pesetas para adelantarme y pagar la vainilla del incienso”, te preguntaba ante el dependiente de la Casa de las Especias. “Esta puerta no se abre hasta que yo lo diga”. Y se encerraba a elaborar los 25 kilos de incienso del Silencio, en los últimos años sin el ingrediente que desapareció del mercado: el bálsamo de tolú. Alguna vez te regalaba un paquetito para quemarlo en casa. Era la máxima condecoración que reservaba para sus amigos. Y antes de despedirse hacía siempre el mismo ruego: “No escribas más eso de que soy maestro de priostes”.  

Cuando Rodríguez Buzón habló de la puerta del cielo por la que entran los buenos cofrades de Sevilla estaba anunciando cómo sería el ingreso celestial de este Palomino. Que se encienda la cera alta, se dispongan los ramos cónicos y bicónicos, se alcen los doseles, se cubran los presbiterios con las mejores alfombras, se saquen los candelabros de plata, los pasadores de oro del Señor y las mejores joyas de la Virgen. Palomino ya ve el verde de los ojos del Valle y el nácar del rostro de su Concepción. Brille para Manuel la luz perpetua que dora cada mañana las losas de Tarifa de su atrio preferido.