El Fiscal

El precio de la seguridad

  • No sorprende la aplicación de la ‘ley seca’ por segundo año consecutivo, que no es más que la aplicación taxativa de las condiciones recogidas en las licencias de los respectivos negocios

El precio de la seguridad

El precio de la seguridad / (Sevilla)

LA Semana Santa que nos ha tocado vivir evoluciona con gran rapidez, marcada por una sofisticación consumista y por una necesidad indiscutida de garantizar la seguridad. Somos hijos de nuestros tiempo. A otros les tocó resolver conflictos de paso que provocaron ciriazos entre nazarenos, resolver huelgas de costaleros o vallar la Avenida para poner orden en un verdadero cotarro, por poner solo tres ejemplos. Cada período tiene su afán. El Ayuntamiento anuncia la aplicación por segundo año consecutivo de la denominada ley seca. No tiene más remedio. No se trata de prohibir, sino de hacer cumplir las licencias.

No se trata de restringir, sino de aplicar la regulación. La gran diferencia con el resto del año es que en Semana Santa se hará de forma taxativa. No hay que criminalizar a los bares. Ni mucho menos. Forman parte de la cultura urbana, de la marca de la propia ciudad y, en muchas ocasiones, son lugares de gratas reuniones entre cofradía y cofradía. Basta recordar el justo homenaje que Enrique Henares tributó a las tabernas en su pregón. La clave es reducir los riesgos de alborotos. Y está comprobado, como en cualquier fiesta, que sin alcohol se rebajan las posibilidades de incidentes. Y eso pasa por velar por el cumplimiento de las licencias incluidas –mucho ojo– las de las tiendas de conveniencia.

La Madrugada nunca ha generado problemas de seguridad en sus horas iniciales. Qué casualidad. Todo lo malo ha ocurrido de 04:30 a 05:30. No se puede bajar la guardia porque acumulamos cinco avisos en veinte años. No debemos permitir ni uno más.

Los bares tienen que adaptarse, como lo hace el público con las vallas, los nazarenos con los cursos de seguridad, los padres de los menores con la nueva normativa y las hermandades con los planes de emergencia o la aplicación de la ley sobre protección de datos. Todos nos adaptamos al tiempo que nos ha tocado vivir.

Hemos pasado de aquella entrañable rueda de prensa en la que se presentaba el Plan Trabajadera a una planificación exhaustiva y rigurosa donde se incluyen cámaras con capacidad para estudiar la biodinámica, protocolos de control de masas, megafonía para casos de emergencia y otras prevenciones que ni imaginábamos en la Semana Santa de fin de siglo.

A todos nos gustaría que todo fuera más sencillo, más natural, más libre, menos rígido. Pero para eso quizás habría que haber cuidado mucho más un valor tan básico y que da frutos tan a largo plazo como es la educación. En el fondo, gran parte de los planes de seguridad no son más que parcheos para poner coto a un público que no sabe comportarse, que no sabe beber y que no sabe contemplar una cofradía.

Claro que resulta chocante que la Madrugada sea tratada como un partido de alto riesgo, claro que es desalentador en cierta manera, claro que a veces dan ganas de no salir. Claro que no es plato de buen gusto que la Semana Santa entera se celebre en un plató videovigilado.

Todos estamos cediendo con paciencia, buena voluntad y esfuerzo, absolutamente todos. Y se hace con el único objetivo de evitar incidentes y dejar a las siguientes generaciones una Semana Santa no ya mejor, sino donde la gente no salga a ver cofradías y acabe corriendo por la calle.

Veinte años no es nada cuando se trata del Baratillo

En los tiempos que corren resulta bonito contemplar que una junta de gobierno se sigue reuniendo veinte años después para conmemorar aquellos años de trabajo y convivencia. Ocurrió el pasado fin de semana, cuando los oficiales de aquella junta baratillera presidida por un jovencísimo Joaquín Moeckel se reunieron en el mismo restaurante que lo hicieron en 1999. No pocas veces la convivencia en una junta provoca roces que dejan lastres que imposibilitan cualquier reunión posterior. Por eso es especialmente importante este testimonio. Recordar no es anclarse en el pasado, ni abonarse a una melancolía improductiva, sino seguir viviendo con proyección de futuro. Veinte no es nada y lo es todo, según se mire.

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