La caja negra

Quieto todo el mundo

  • Los aeropuertos han dejado de ser avisperos. Quizás nos hemos movido demasiado en un contexto marcado por el que algunos denominan ya como “turismo depredador”

Aviones en el aeropuerto de San Pablo de Sevilla

Aviones en el aeropuerto de San Pablo de Sevilla / Antonio Pizarro (Sevilla)

EN la radio hablan del frenazo del turismo depredador. Así, sin anestesia. Los expertos del Gobierno ponen de ejemplo a Sevilla. Somos un modelo ciudadano de disciplina social. Será que hemos recuperado en otro sentido lo que siempre decían que sabíamos hacer: movernos en la multitud. Las célebres bullas. Saber hacer colas. Las sufridas esperas. Será que ahora somos campeones en quedarnos quietos. O que nos puede el canguelo, que es libre. Seremos temerosos del virus, como se es temeroso de Dios.

En el fondo siempre hemos sido indolentes. Nos hemos quedado quietos de forma ejemplar. Quizás nos estábamos moviendo demasiado. Todos. Uno repasa la lista de excesos de la sociedad que nos ha tocado vivir y la verdad es que no parábamos. Los aeropuertos eran avisperos, los hoteles colmenas, las carreteras en verano verdaderas serpientes multicolores.

Los cruceros estaban al alcance de todos los públicos y en la práctica eran como grandes bloques de playa, con los mismos problemas pero a nivel del mar. Tanto movimiento, tanto despiporre financiado, tantos hoteles y bares de pronto, tantos fastos por cualquier motivo fuese por parte de las instituciones y por la de los particulares... Tanto tener derecho a todo. Tanto movimiento de un lado para otro azuzados por una globalización entendida como nueva religión, a la que no le faltaban sus apóstoles predicando en todas las tribunas. Y, sobre todo, tanto tener la convicción de que si uno se privaba de algo estaba haciendo el canelo y era tachado de miserable y corto de miras.

El avieso toro de la crisis económica está en los corrales a punto de saltar al ruedo de nuestras vidas. Pero a ver si esta vez superamos la crisis de valores. Porque en el fondo de toda crisis hay una caída de los criterios principales. Cuando se pierde el sentido de lo trascendente, cuando los bobos ocupan el espacio público, desde aquella lucha por el perrito Excalibur a las majaderías de la ideología de género, pasando por todas las muestras de odio camufladas de lucha por la igualdad; cuando la vida pública se convierte en un pimpampún donde hay que derribar al que piensa distinto, cuando los gobernantes gastan por encima de los ingresos, mienten y no guardan conductas ejemplares, se produce el desencanto de una sociedad que se abraza al consumismo y al individualismo. Una sociedad a la que hay que aconsejar, guiar y casi dictar cómo vivir el confinamiento porque somos seres débiles. En definitiva, cuando todo esto ocurre se demuestra que se han perdido los valores que hacen fuerte a una sociedad.

Ahora que hemos parado, que los aviones están clavados en la tierra, los hoteles cerrados y nadie ruge en el interior de los bares, cabría hacer alguna reflexión de conjunto. No eran normales muchas cosas. No debió ser nunca normal tanto entreguismo a un modelo económico basado en el turismo, en las fiestas, en la despersonalización de los cascos históricos y en ese ir y venir de gente. Reprochaban al turismo que generaba empleos precarios. Los que eran precarios eran los valores. El turismo se ha derrumbado como un gigante con pies de barro. Se trataba en muchos casos de viajar por viajar para contarlo en las redes, donde meten la pata todos los públicos, donde todos se comportan igual, donde no hay diferencias entre niveles culturales. La estupidez es global. Quieto todo el mundo, tratemos de pensar cómo nos levantaremos.

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