La caja negra

Sevilla sin bares

  • El plato del día es un telediario donde se habla de cifras de muerto con una frialdad sobrecogedora. Los balcones han sustituido a las barras de las tabernas

Empleado de un supermercado

Empleado de un supermercado / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

El rey Felipe se coloca la mascarilla y visita el hospital organizado en Ifema. En Sevilla la Fundación Cajasol organiza una donación de sangre mediante cita previa. En el Polígono Sur elaboran diez mil mascarillas con tela y elásticos donados por particulares con ayuda de una empresa de Pilas que cede sus máquinas para el corte de los materiales. Cofrades a título particular están arrimando el hombro en una causa en la que están implicados el proyecto Fraternitas y el comisionado del Polígono Sur, entre otras entidades. Otras diez mil mascarillas se están haciendo en Marchena. Son elaboradas en sus casas por las empleadas de una misma empresa. Lo dice el lema de la caridad: “Si puedes mucho, mucho. Si puedes poco, poco. Si no puedes nada, nada”.

Un vehículo de la UME recorre las calles del centro con la megafonía a todo volumen para recordar que hay que permanecer en casa. ¡No, no es el tapicero que ha llegado a su localidad! El caso es que no hay gente por la calle. Los militares pregonan en el desierto. Los bares siguen religiosamente cerrados. Los diez mil veladores han sido sustituidos por las mesas de camilla. Nunca ha estado tanto tiempo Sevilla sin bares. Ni siquiera en los días posteriores al 18 de julio de 1936. Hay crónicas que cuentan con todo detalle los vasos de coroneles que se servían en El Rinconcillo entre tiros y tiros. Una ciudad como Sevilla se vuelve especialmente triste sin bares, como en una interminable mañana del primer de enero, pero sin borrachos. No hay repartidores de pan ni de refresco. Sólo de periódicos como centinelas de guardia, lamparillas encendidas cuando todo se apaga.

Alguien insiste en los efectos del estado de alarma en la zona degradada de la ciudad. “Los gorrillas no tienen euros que llevarse al bolsillo, los chatarreros no pueden moverse, aquí cada cuál tiene sus actividades para salir adelante y todo se les ha caído. Hay que entender a este gente, que jamás muerden la mano de quienes procuramos ayudarles. Nunca. Quieren salir de donde están, pero ahora es imposible”, relata una voluntaria con cierto tono de angustia.

El que sale por motivo obligado no tiene donde tomar el segundo café de la mañana o el aperitivo de mediodía. No hay ocasión para una charla intrascendente en el bar de cabecera que todo sevillano tiene como acudidero en sus días laborables. Esta es la crisis en que perdimos el plato del día, los cacahuetes y la ensaladilla.

El curso escolar se da casi por perdido. Los niños asisten a algunas clases por videoconferencia en las que en ocasiones se ven madres en bata y padres en pijama. En el supermercado se cuelan vinos, cervezas y licores entre las verduras, la carne, los huevos y el arroz, artículos de verdadera primera necesidad. Una señora le dice en voz suficientemente alta a una amiga: “El vermú y los ganchitos son de primera necesidad cuando llevas días aguantando a una niña de siete años encerrada en casa”. La cajera guarda un discreto silencio de mascarilla y mirada baja.

La gente se monta el bar en casa a falta de tabernas. Terrazas en vez de barras. “¡Buen provecho!”, desea un viandante a quien come y bebe en un balcón. Se oyen martillazos en alguna obra. El tránsito de coches se ha reducido casi un 90 por ciento. ¿Cómo será el primer día de retorno la actividad? ¿Abrirán todos los bares? ¿Se llenarán los templos? Soñar es posible y conveniente cuando los informativos aterran con compras de pruebas para el coronavirus sacadas de una historieta de ‘13 Rue del Percebe’. Cuánto nos reiríamos a veces si no fuera porque hay muertos cada día. Nos dicen que los muertos no suben con tanta velocidad, que hay razones para la esperanza. Se habla de cifras de muertos con una facilidad sobrecogedora.

El plato del día es un telediario con imágenes de colapso, una jornada más donde las alegrías nunca vienen por la televisión, sino con las llamadas telefónicas de familiares. Perdimos las barras donde reposar el codo, ganamos otra cotidianeidad con sus momentos de emoción. Vivimos de otra manera. Con el freno de mano echado. Sin altramuces, sin paradas en el camino, sin el sabor del primer sorbo de cerveza en una taberna, aunque con un rey con mascarilla y guantes. ¿Cómo será Sevilla cuando todo acabe? LA respuesta siempre está en la poesía. Anoche cuando dormía, soñé, bendita ilusión…

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