La caja negra

La ciudad sin niños

  • Sevilla no tiene vida porque le faltan bares y comercios, pero tampoco tiene alma porque no se ven niños por la calle. Del frente de la guerra, que se localiza en los hospitales, llegan relatos para no dormir

Una pintura infantil en un balcón

Una pintura infantil en un balcón / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

Entre los cientos de mensajes que saturan la memoria de nuestros teléfonos inteligentes, algunos mucho más inteligentes que sus usuarios, hay uno que se lamenta y pregunta cuándo fue la última vez que probó usted una cerveza de barril. Habría que ir a más y cuestionar desde cuándo no vio usted a un niño en la calle. Si los bares y el comercio local dan vida a la ciudad, los niños son el alma de cualquier urbe. Hagan memoria si vieron algún menor en sus contadas salidas para trabajar en un servicio esencial, comprar el periódico o llenar la nevera. Sevilla es la ciudad sin niños, sin bares, sin coches de caballo, sin cofradías y sin colas en el Alcázar ni en la Catedral, donde, por cierto, algunas empresas que colaboran con el Cabildo han hecho un ERTE. La institución eclesiática aguanta el tipo de momento pese a perder la caja de 80.000 euros diarios que proporciona el turismo. Tampoco hay grandes colectas porque no hay celebraciones solemnes. No hay nada. "Aguantaremos todo lo que se pueda", dicen en el templo metropolitano, que sí acogerá el Sábado Santo la celebración de la Vigila Pascual presidida por el arzobispo Asenjo, pero será a puerta cerrada. 

En Sevilla no hay niños, sólo pájaros que deben estar extrañados del vacío de los parques infantiles. Es Sábado de Pasión pero no se nota. Los niños están encerrados como una cofradía que se ha refugiado precipitadamente de la lluvia y no tiene fecha de regreso. Las celebraciones de los cumpleaños son como las clases: on line. Aquí han dejado de funcionar los antihigiénicos parques de bolas y han desaparecido los piojos. Seamos positivos, no hay piojos y el aire está más limpio. 

La Cruzcampo lanza una campaña de apoyo al tabernerío local para que no se nos olviden los bares. Miedo da el día que abran de nuevo los hosteleros porque aquello puede ser el desembarco de Normandía en versión "Llena ahí". Las universidades han declarado el fin de curso presencial. Este año no hay fiesta de la primavera ni sus correspondientes cogorzas. El lema de la Cruzcampo con el que se remata el vídeo de apoyo a los bares es genial. "Vuelve al bar donde te tomaste la penúltima para tomarte la primera". Si seguimos vivos y con guita, claro. Pero con guita de verdad, la que da el cajero del banco, no la de la manzanilla que usa el bueno de Juan (Marín) para las torrijas. Al difunto marqués de Griñón, desaparecido por efecto del coronavirus, le gustaban solamente La Soleá y La Gitana, que así se lo confesó al pintor Ricardo Suárez en una cata de vinos de autor dirigida por el aristócrata hace ya unos años. En la televisión nos marean con el cuento de cada día. Mascarillas sí, mascarillas no. En 13 Televisión anuncian para hoy una película sobre Juan Pablo I, el pontífice que duró un mes en el cargo. Albino Luciani, el breve. No, no había coronavirus en aquellos tiempos... Los virus eran otros en la curia. Pero eso es harina de otro costal y este año no hay... costaleros. 

Un indigente vivaquea por el centro y aprovecha para orinar entre el muro de un convento y un andamio de obra. Orina sin prisas. ¿Prisas para qué? Cuando todos los días parecen iguales, cuando todas las calles parecen estar esperando a los pajes de la Santa Cruz del Silencio, cuando casi han desaparecido los últimos movimientos de las cuentas de los bancos, cuando el sol es el que sale más horas del día porque todos estamos encerrados... Las prisas están de más. Todo es lento, se va haciendo cada vez más lento. Casi molesta la expresión de "cuando esto acabe" porque no se ve la luz del final del túnel. Ni nos quieren decir cuándo se verá. Mejor que ni lo intenten. No lo saben.

Más vale acostumbrarse a la liturgia que comenzó a mitad de marzo y se extenderá a abril: amanecer, trabajar, contar los muertos, mirar por el balcón, almorzar, trabajar, dar el aplauso de rigor, ver el informativo, cenar, tirar la basura sin resbalarse en la mugre que hay junto al contenedor y dormir. Ni Sábado de Pasión ni nada. No nos valen Semanas Santas virtuales, sólo nos valdría la real. Y la real es este año la de las vivencias interiores, la de la memoria y, por supuesto, la de la ilusión por la de 2021. Sevilla sabe perfectamente vivir esperando la Semana Santa, no inventemos fórmulas ni placebos.

Un vecino del centro engalana el balcón con una colgadura Un vecino del centro engalana el balcón con una colgadura

Un vecino del centro engalana el balcón con una colgadura / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

Asoman algunas colgaduras de damasco rojo. Incluso algunas palmas. Hay quienes reparten comida a las puertas de los monasterios, donde los ingresos por la venta de dulces han desaparecido. Las monjas también reciben tela para hacer mascarillas. Ora et labora. En la televisión, esa compañera de confinamiento, aluden a la buena fe para resolver los problemas entre caseros e inquilinos. En la azotea hace calor y se otean altas torres de templos con las campanas mudas. La voz tiene eco. Desaparecieron los últimos martillazos de las obras próximas. Las sirenas no ululan porque no hay tráfico, pero se ve alguna ambulancia a toda velocidad. Termina el aplauso de las ocho de la tarde. Un vecino de la calle Odreros, como cada día, inicia la lectura de dos capítulos del Quijote con un altavoz. Remata el acto un vehículo de recogida de basura de Lipasam, que pasa tocando el claxon como si su equipo hubiera ganado una fina de fútbol. Un empleado de un supermercado interpreta la Marcha Real con una trompeta. De nuevo suena una ovación cerrada. La Alfalfa unida jamás será vencida.

Llegan mensajes terribles de profesionales de la Sanidad, relatos de los rostros de señores de 70 años que temen quedarse sin un respirador, sueños imposibles de conciliar, intubaciones de los pacientes con coronavirus realizadas por anestesistas vestidos de buzos al ser más rápidos que los intensivistas... El frente de esta guerra está en los hospitales, mientras el vacío marca el resto de la ciudad. En la radio debaten sobre la Liga, los cofrades lloran la ausencia de pasos, el telediario da consejos sobre el mantenimiento del vehículo, los políticos tratan de mantener la llama viva con mensajes en las redes, los amantes de la cultura recomiendan libros... Y en los hospitales se lucha, se necesita apoyo psicológico y se convive con el enemigo invisible. 

Una sevillana confinada con mascarilla y la Esperanza al fondo Una sevillana confinada con mascarilla y la Esperanza al fondo

Una sevillana confinada con mascarilla y la Esperanza al fondo / Ricardo Suárez (Sevilla)

La ciudad sin niños en los días que vivimos encerrados. Los niños son la esperaza de un mundo mejor, que necesariamente deberá ser más fuerte. Porque nada será igual. La del coronavirus es la guerra de nuestra generación, la que ha disfrutado largamente del estado del bienestar, de la consolidación de una gran clase media, el boom del turismo y el cuerno de la abundancia. Y la que se ha tragado la crisis financiera y ahora la sanitaria. Dejad que los niños jueguen en casa protegidos por el hermoso blindaje de la inocencia. Un día volverán a la calle y otro les tocará vivir sus crisis y sus guerras.

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