La caja negra

Qué tristes son las tardes de coronavirus en Sevilla

  • El ocaso del día es el peor momento para el ánimo. La primavera sólo existe en los naranjos. Por la noche la ciudad es la boca de un lobo donde hasta un ratero se asustaría. 

Un balcón próximo al Hospital Virgen del Rocío de Sevilla

Un balcón próximo al Hospital Virgen del Rocío de Sevilla / M. G. (Sevilla)

No hay que pulsar el botón ni para entrar ni para salir del tranvía. Más fácil y, sobre todo, más higiénico. Los asientos más próximos al conductor del autobús están precintados. Hay tan poca gente por la calle que algunos viandantes se saludan de forma espontánea. Sevilla se ha hecho campo… y pueblo. Es la parte amable de estos días de horror en los que las campanas de los templos se hartarían de doblar si no fuera por la prohibición de oficiar funerales. Hace unos meses alguien bromeaba sobre dos sevillanos que se encontraban en Tetuán y se abrazaban sorprendidos entre tanto turista. Ahora dos sevillanos se saludan en la soledad de una calle porque literalmente no hay nadie.

En un balcón muy próximo al Hospital Virgen del Rocío han colocado una gran pancarta sobre un fondo de la bandera nacional: “Gracias”. Los sanitarios la ven, la agradecen y sonríen. La Hermandad de la Macarena entregará 5.300 kilos de alimentos a 300 personas. Es la hora de las hermandades y no de las cofradías.

Una farmacia exhibe un letrero: “Hay gel hidroalcohólico”. Pero no hay mascarillas. Ni se espera que las haya pronto. Una señora pregunta cómo se fabrican. Alguien apunta a que se deben usar bayetas de limpiar el suelo y gomillas. El caso es que las mascarillas son insoportables para los que usan gafas. Los cristales se empañan como al abrir el lavavajillas. Y por supuesto no se respira igual. Pero ya se sabe lo que manda el Dúo Dinámico en la canción que se ha convertido en la banda sonora de estos días.

Andalucía tiene 42.585 plazas en residencias de ancianos. Un conocido dirigente público se queja en privado de que los informativos tienen aterrados a muchos mayores. Se sienten poco valorados por una sociedad que ya de por sí tiene a la Tercera Edad confinada en muchos casos. Un señor mayor prefiere el sentido del humor, que bien administrado es el mejor blindaje para estos días: “Estoy en una lista de espera… para el pasillo”. Y se ríe. Un experto pregunta si la Junta de Andalucía está montando ya hospitales de campaña. Silencio.

Los supermercados tienen mucho menos público por la tarde. La cajera dice que la clientela prefiere las mañanas. Quizás sea porque un halo de melancolía marca las ciudades en cuanto se pone el sol. Nada más acceder a la zona de compra siguen en lugar preferente los vinos y los cavas. Ya lo decía la letra de la sevillana: “El vino qué tiene el vino que alegra las penas mías…”. Estas tardes de coronavirus no existe la primavera más que en los naranjos. Pareciera que la ciudad ha vuelto a sus índices de población de hace dos siglos. Los vivos rumian en casa la que se les viene encima. Los muertos están en su soledad aumentada por decreto. La tarde acaba con los escasos signos de actividad de una ciudad irreconocible.

El ocaso del día es también el del ánimo. Ahora los coches tardan más en pasar. Lo hacen cada quince o veinte minutos en el mejor de los casos, mientras las televisiones enseñan los féretros que están preparados en medio mundo, los rostros de los sanitarios erosionados por las mascarillas, los testimonios de algunos curados y las improcedentes caceroladas. Alguien llora porque no habrá Rocío. Resulta hasta entrañable. Ahora toca hacer otro camino. La Virgen se queda en Almonte y Dios en casa de todos. Bastante tienen los autónomos con llegar a fin de mes. El presidente de la Junta recibe en su cuenta de correo electrónico el ofrecimiento de ayuda de muchos empresarios. Moreno da las gracias por teléfono en muchos casos.

La ciudad de noche es la boca de un lobo. Un escenario de miedo. Hasta un ratero se asustaría al toparse con alguien de forma sorpresiva en el interior de las fauces en las que se ha convertido el callejero. Conviene caminar rápido y con la vista larga, como si alguien nos estuviera esperando con enojo. Un taxista con la luz verde apagada consulta el teléfono en una parada. Es el único ser vivo en muchos metros. No aparece ni el camión de la basura. En la soledad urbana nadie imagina que haya quien pueda elucubrar con las fiestas y otras cuestiones ahora frívolas, salvo porque efectivamente se haya configurado una realidad virtual en las redes sociales. Tal vez sea una suerte de escapismo. Pero la calle dice otra cosa. La calle da miedo. Y como dice el pastor Asenjo a sus ovejas, muchas descarriadas: “Hay que centrarse en lo esencial”. Amén.