Carlos Fitz-James Stuart

El duque y la luna

Carlos Fitz-James Stuart Carlos Fitz-James Stuart

Carlos Fitz-James Stuart / Rosell

HAY gente que en plena tertulia se evade, deja la mirada en lontananza, sale de la conversación con silente naturalidad hasta que alguien reclama su atención. El aparente despistado se revela como un gran e imaginativo observador: “Fíjate, el desconchón de esa pared tiene toda la forma de Andalucía. Mira, eso es la Punta del Moral, aquello Jaén y en el extremo se ve Almería”. Y te quedas absorto escrutando la geografía que nos regala una pared envejecida, esa Sevilla del patrimonio histórico ajado que es bello en su decadencia. También ocurre con los que están todo el año viendo cofradías.

“Esta servilleta es un nazareno del Porvenir de regreso a su casa, con la capa un poco arrugada ya”. Y ve uno el papelucho blanco que, efectivamente, tiene el extremo como un cono de baja altura, que es el capirote, y sólo faltan los árboles de las calles. La naturaleza también ofrece formas para aplicar esa fuente inagotable que es la imaginación bien desarrollada: “La copa de ese árbol al agitarse con el viento es una escoba en uso, pero vista del revés ”.

Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo (Madrid, 1948) es el duque de Alba. Por lo tanto, es un sujeto siempre seguido por el predicado de los títulos, la historia, las leyendas y todas las cargas y la responsabilidad que caen sobre sus hombros por el mero hecho de serlo. El duque tiene virtud poco conocida: una gran capacidad de observación, trufada con la ilusión y el sentido plástico de la realidad. Es un romántico capaz de quedarse mirando a la luna sin previo aviso. En esta sociedad donde la gente habla demasiado, todo el mundo sabe de todo y las prisas condicionan la actividad cotidiana, hay quienes se paran a mirar la luna, como en los pueblos hay quienes siguen sacando las sillas a la puerta a tomar el fresco, contemplar el paso de la vida, descansar el alma para dejar quizás que el cuerpo se recupere de los golpes diarios. Mirando al mar soñé, reza la canción.

Mirando a la luna puede uno recrearse en los cráteres del satélite donde el hombre puso el pie en 1969, recrear formas, dejar la imaginación suelta, sentirse tan vivo como pequeño, escrutar la realidad aparente para crear una realidad propia, de uno mismo, a la medida de sus particulares emociones. El duque mira la luna muchas veces (“Hoy está llena”), sobre todo cuando navega a bordo del Ajax, el barco que suele estar atracado en Sotogrande, y desde el que en ocasiones disfruta de una copa de Malta... Hay gente que combina el queso con el tinto, como la hay que disfruta de un postre a base de un whisky añejo con derecho a luz de luna. La ilusión por la luna es una forma de mantener vivo el niño que todos tenemos en el interior.

El barco del duque de Alba no es excesivamente grande si se compara con otras embarcaciones de lujo del mismo puerto deportivo. Alguna vez se le ha oído decir: “Pero mi barco es mío y está pagado. Los demás, no lo sé”.

Este duque tiene imagen de hombre tranquilo y previsible. Su perfil es serio, sus costumbres muy ordenadas y su sentido de la responsabilidad institucional como jefe de la Casa de Alba es muy sólido. Las cuentas tienen que estar elaboradas con rigor, el mismo rigor que se debe guardar en el cumplimiento de los horarios de una celebración. Por ejemplo: si una boda en el Palacio de Liria debe acabar a las doce, se acaba a los doce. No hay prórrogas porque para eso se ha estimado previamente el tiempo suficiente de celebración.

Sin hablar mal de nadie

Está orgulloso de la creación de la Fundación Casa de Alba como instrumento de gestión del patrimonio familiar. Es prudente, muy prudente. Una persona que parece que ya nació adulta. No habla mal de nadie. Acaso guarda silencio, que algunos hay. De sus hermanos siempre se le oyen referencias generosas. Es muy difícil oírle un exabrupto, porque todo lo envuelve con el celofán institucional de su cargo, que entiende que obliga a la mesura y el equilibrio.

Dicen que ha logrado en muy poco tiempo imprimir su sello particular a la Casa de Alba con medidas como la apertura a la visita de la Casa de las Dueñas y del Palacio de Liria. El patrimonio que mejor se conserva es el que tiene un uso y el que genera recursos como para autofinanciarse. Que se lo digan a los canónigos de la Catedral de Sevilla... Hoy se diría que el duque ha “puesto en valor” la Casa de las Dueñas al colocar taquilla y tornos y permitir el acceso a los turistas. Y la fórmula no sólo funciona, sino que obliga a los turistas a tomar una ruta poco explotada por los visitantes.

El reto del duque

Su desafío es quizás potenciar cada vez más ese sello propio como duque. En el imaginario colectivo está la figura de una madre vitalista, alegre y próxima. Cayetana, por ejemplo, atendía las llamadas de teléfono, se excusaba hasta por escrito –con un tarjetón a mano– si no había podido atender un requerimiento de información y hasta acudía a un almuerzo desenfadado con cofrades. Ella era una duquesa de Sevilla. Y Carlos Fitz-James es un duque de Madrid que de vez en cuando acude a Sevilla.

Cuentan que ha salido triunfante de siempre compleja prueba de ponerse el sombrero de ala ancha en la Feria, una tarea casi más difícil que poner en orden las cuentas de la Casa. Y superó ambos objetivos. El del sombrero, en el coche de mulas clásico de la Casa con los borlajes heráldicos amarillos y azules. Y el de las cuentas, arreglando los desaguisados ajenos.

Si fuera nazareno sería de cola por su sobriedad y timidez, todo lo contrario de su madre, que era como los nazarenos de capa, almidonada y al vuelo. Este es un duque de ruan, de silencio, menos sociable, más retraído, pero con los objetivos claros por difíciles que sean.

Este duque se puede pasar horas embebido en algún libro de historia inglesa o recrearse con los cambios de guardia en el Palacio de Buckingham. Sí mantiene la costumbre de su madre de celebrar los almuerzos con las fuerzas vivas del momento, tanto en Madrid como en Sevilla. Esos almuerzos de aperitivos cuidados, servidos con guantes blancos por ambos lados del comensal y en los que el servicio sabe tratar al invitado en tercera persona. En esas citas se cuida mucho desde la decoración floral a las guarniciones. Cuentan que en estas comidas se percibe el intento por que la Casa de las Dueñas tenga el encanto de un inmueble habitado y no la frialdad de los palacios al uso. Pero dicen que al no residir el duque en la Casa y estar abierta al turismo, el edificio ha perdido parte de ese encanto, un ambiente que sí recupera cuando se usan las cocinas propias. Jamás se contrata a una empresa de cáterin.

La vida es...

La vida es estar atendido por Ángel o por Moisés, dos de sus asistentes más leales, que conocen bien ese sentido institucional que marca todas las acciones del duque, tan apasionado del boato como del orden. La vida es usar tirantes, siempre tirantes, con un estilo en el vestir sin concesiones, muy clásico y con la medida del pantalón calculada para que descanse levemente sobre el empeine del zapato.

La vida es la asistencia a consejos de administración de mullidos asientos y actos donde el duque está siempre arropado y atendido. Cuando no es así y ha de asistir a actos menos rígidos y sin protocolo, exhibe su perfil más reservado, más defensivo. La vida es mantener la costumbre de que todos los relojes de la preciosa colección de Liria sean puestos en hora una vez a la semana por un profesional. La vida es evadirse de la Sevilla del centro en un almuerzo con amigos en El Espigón, o disfrutar de la solera de la Real Gran Peña de Madrid.

Cuentan que, en el fondo, a este duque de pelo plateado le gustaría mirar más veces la luna desde Sevilla. Es el reto pendiente.

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