Sonatas de los misterios

Biber y Rosas, una auténtica historia de amor

Una imagen del escenario casi irreal logrado por Anne Teresa de Keersmaeker.

Una imagen del escenario casi irreal logrado por Anne Teresa de Keersmaeker. / Anne van Aerschot

Junto a la energía de sus bailarines, la célebre coreógrafa belga Anne Teresa de Keersmaeker, líder de la Compañía Rosas y fundadora en Bruselas de la escuela de coreografía P.A.R.T.S., afirma frecuentemente que la música, su primer partenaire a la hora de crear, ha sido siempre su maestra.

Tal vez por ello, sus espectáculos nunca se repiten. Desde aquel Rosas dans rosas del minimalista Tierry de Mey, la hemos visto bailar y coreografiar con placer las canciones de Miles Davis, jugar a los desfases con Steve Reich o adentrase en los entresijos de Gustav Mähler, entre otros muchos compositores.

Últimamente, ATDK no deja de volver a Bach aunque entre una pieza y otra del genio alemán, se ha sumergido en las quince Sonatas del Misterio (o del rosario) de Franz Biber, compuestas alrededor de 1676, aunque no fueron descubiertas hasta el año 1889 y publicadas en 1905.

El concierto del ensemble Gli incogniti con la violinista Amandine Beyer a la cabeza, tan impresionante como íntimo, habría justificado por sí solo la velada.

Pero estaba la danza, los bailarines y las bailarinas de Rosas para encarnar la música; una música serena y alegre pero también dramática, llena por momentos de recursos barrocos, incluso de las danzas de la época –como la giga o la alemanda- que solían danzarse en las cortes.

Una música hecha de cifras, de diagramas, que a Rosas le sienta como anillo al dedo. Con unos esquemas geométricos casi indescifrables (en su base, casi siempre, la proporción aurea, la geometría fractal, el modelo cosmológico, Fibbonaci o Brancusi…), la espiral sigue siendo la esencia de su danza.

Una espiral obstinada que se alarga o se concentra, que se vuelve ritmo con solo caminar. Espirales serenas que se convierten en retorcimiento en los Misterios Dolorosos, expresados en cinco solos fantásticos en los que cada intérprete, dando lo mejor de sí, trata de encontrar ese compromiso tan necesario entre la abstracción y el mundo real. Entre la abstracción y las formas barrocas que adoptan las historias bíblicas que se cuentan.

Separando cada grupo de misterios, la célebre canción de Lynn Anderson Rous garden (“nunca te prometí un jardín de rosas…”) deja claro que la rosa, con sus espinas, es uno de los símbolos de este trabajo que la compañía ha dedicado a todas las mujeres en resistencia.

Todo rezuma perfección en la pieza: la precisión y a la energía indescriptible de músicos y bailarines. Una especie de lienzo en el techo va cambiando de orientación mientras que la luz, más atrevida que en otras ocasiones, se convierte en otro en otro de los elementos fundamentales de la pieza, creando en el inmenso escenario del Central un espacio casi infinito en el que los personajes aparecen, se diluyen o dialogan con sus propias sombras.

A ras de suelo en los dos primeros grupos de misterios, en los Gloriosos, junto con los colores de la virgen o el Espíritu Santo, la luz ilumina desde arriba para que toda la tierra se alegre y no haya lugar a más secretos.

En esta hermosa aventura entre la música de Biber y la danza de Rosas todos dan y reciben con generosidad, tratando de descubrir, sin ilustrarlos, los secretos ajenos y los propios.

La sonata final, interpretada en solitario por una solista de la calidad de Amandine Beyer, puso fin a una velada larga y extraordinaria que será difícil de olvidar.

Al final, un 'no a la guerra', nos recuerda que la cultura no puede ser neutral ante ninguna barbarie.

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