Los otros Gondra | Crítica

Los silencios rotos de Borja Ortiz de Gondra

La vieja y la nueva y esperanzadora generación de la familia Gondra.

La vieja y la nueva y esperanzadora generación de la familia Gondra. / Sergio Parra

Por encima de las bombas y los asesinatos que durante muchos años acapararon los medios de comunicación, lo más sorprendente cuando se viajaba a esa hermosa región, bendecida por la naturaleza, llamada País Vasco, era el silencio. Como los sicilianos con la Omertà, allí nadie hablaba del tema, ni los amigos, ni la familia…

Ha tenido que ser la literatura, y ahora el teatro, con sus posibilidades de mezclar –o de decir que se han mezclado- la realidad con la ficción, la que trate de romper ese silencio pesado que aún planea en muchos lugares, como Alcorta, la localidad en la que, durante más de cien años, han vivido y han muerto los Gondra.

Un miembro de esa familia, Borja Ortiz de Gondra, cuyas cualidades como dramaturgo han sido ya ampliamente reconocidas y premiadas, decidió romper valientemente ese silencio en 2017 con Los Gondra. Ahora regresa con Los otros Gondra, en la que plantea si existe un futuro para esas personas que vivieron dentro de tan enorme tumor, aún no extirpado del todo, en un mundo en blanco y negro donde todas las ideologías se reducían a un “nosotros” contra “los otros”.

Ortiz de Gondra vuelve a reflexionar sobre el odio irracional (epíteto innecesario), un instinto que parece formar parte del hombre y que –como estamos viendo en Cataluña y en tantos países- sigue siendo alimentado cada día por los poderosos con el fin de manipular a las personas en función de sus intereses. Y sobre el apego al dolor…

El autor se cuestiona (y hace que nos cuestionemos) si es mejor drenar las heridas para que sanen o, si es verdad que hablar del mal es hacerlo presente, olvidarlo todo y pasar página. Y si es posible el perdón, las seis letras más difíciles de pronunciar ya que perdonar significa anteponer el amor al odio y ni siquiera las familias parecen ser capaces de hacerlo.

Es difícil comprender bien Los otros Gondra sin haber visto la pieza anterior. Y debe haber sido muy difícil llevarla al escenario. En ésta se mezclan el presente y el pasado y lo real con la ficción -se relatan, entre otros, hipotéticos encuentros entre su hermano, víctima, y su prima Ainhoa, que lo señaló- y con lo simbólico.

Simbólico son el no lugar, la enorme grieta del frontón que sirve de fondo y la representación de la sociedad vasca, con su juego de pelota y esa hermosa danza, el aurresku, que se baila en todas las fiestas. Todo está perfectamente cuidado, el trabajo actoral, el decorado, la luz ambiental… Lo único que sucede es que, en ocasiones, las palabras quedan por encima de quien las dice, como la nariz en la sátira de Quevedo. Sólo la madre –Sonsoles Benedicto-, con su peso, su recia voz y su negra ironía, ofrece carne teatral y sirve de contrapunto a un relato uniformemente dramático que se desarrolla a veces con lentitud.

Al final, un rayo de esperanza: el esperado abrazo (¿real o de ficción?) será posible, aunque sea gracias únicamente al relevo generacional.

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