JUAN SANCHO & MIGUEL RINCÓN | CRÍTICA

Lo culto y lo popular en el Barroco español

Juan Sancho y Miguel Rincón en una anterior actuación en Espacio Turina.

Juan Sancho y Miguel Rincón en una anterior actuación en Espacio Turina. / Federico Mantecón

Los cincuenta y un tonos humanos de José Marín que se conservan en el Fitzwilliam Museum de Cambridge constituyen la mayor y mejor colección de canciones profanas para voz sola y acompañamiento del Barroco español. A pesar de su vida ajetreada, cuando no al margen de la ley, en duras prisiones y con encuentros con los verdugos del rey, este compositor, alabado en sus tiempos por su voz, fue capaz de expresar en sonidos toda la estética conceptista de la poesía cortesana de su época, a veces lírica, a veces irónica, a veces cómica. A parte de este corpus está dedicado el reciente disco cuya presentación ha servido de motivo para este concierto de los sevilanos Juan Sancho y Miguel Rincón, dos artistas con importante trayectoria internacional en sus respectivas especialidades.

Arrancó el recital con una de esas aproximaciones al flamenco desde el barroco que están últimamente tan de moda. Se puede reivindicar desde la Musicología el enraizamiento de algunos palos flamencos en varias danzas del Siglo de Oro, pero de ahí a aflamencarlo todo va un gran paso, porque difícilmente canciones tan refinadas y cultas como Qué bien canta el ruiseñor podrían emparentarse con la seguiriya, ni siquiera con la jácara que Rincón esbozó en algunos compases del acompañamiento. De hecho, ni la melodía ni el acompañamiento originales permiten fantasear con esas vecindades. Afortunadamente, esa tentación de arrimar las canciones al ascua flamenca se redujo prácticamente a eso (y a unos pertinentes trémolos aflamencados como introducción a las jácaras de Gaspar Sanz) y los intérpretes se centraron en explicarnos estos tonos desde los propios códigos expresivos y retóricos del barroco hispánico. En esto de la retórica tanto Sancho como Rincón mostraron ser unos consumados especialistas. Con su canto enfático, vehemente a veces, delicado en otras, Sancho fue desgranando, con su dicción clara, la riqueza expresiva que se esconde debajo de estas canciones aparentemente simples. Variando la acentuación, jugando con los colores de la voz, haciendo uso de los reguladores, cada estrofa adquirió personalidad propia, con remates mediante la voz mixta muy sensibles en Ojos, pues me desdeñáis ("El ver, el ver..."). Los juegos rítmicos de las hemiolias quedaron al descubierto en el fraseo de Sancho en Hizo paces con Anarda, por ejemplo. Pero hay que señalar que un exceso de celo retórico, como el que se produjo en Montes del Tajo y en Canta jilguerillo, deriva en un canto amanerado y en un fraseo excesivamente discontinuo al romper la línea de las frases y alargar el tempo en exceso. En las últimas dos canciones emergieron algunos roces al atacar la zona de paso en piano, zona en la que, además, la voz se estrecha y blanquea en exceso.

Rincón dio una soberbia lección de cómo sacarle partido a unos someros acompañamientos cifrados. Los convirtió en un discurso paralelo y complementario con la voz, desarrollando contracantos y voces paralelas con una fantasía siempre sometida al rigor. Bueno, no siempre, porque hubo licencias discutibles como las de los giros aflamencados o la inserción de danzas de Sanz (Canarios, Paradetas) entre las estrofas de Qué dulcemente suena, con un claro choque de estéticas entre el refinamiento poético del texto y los aires populares de las danzas. Fue solo un detalle, porque el guitarrista sevillano estuvo soberbio de precisión, agilidad y sentido de la ornamentación en las piezas a solo de Gaspar Sanz, con una magistral claridad en la conducción de las voces en las Marionas y una sensacional exhibición de virtuosismo en la Tarantella.

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