La muerte y el industrial | Crítica

Monótona fantasía futurista

Un momento de 'La muerte y el industrial' en su estreno madrileño

Un momento de 'La muerte y el industrial' en su estreno madrileño / Fundación Juan March

El Espacio Turina presentó en coproducción con la Fundación Juan March la quinta ópera de Jorge Fernández Guerra (las cuatro últimas con libretos del propio compositor han sido estrenadas en la última década), una obra que se vio ya en diciembre en Madrid. Se trata de una pieza de cámara que no llega a la hora de duración y cuenta con un sexteto de intérpretes en escena (cuarteto vocal, clarinete y violín). Los formatos camerísticos están impulsando sin duda la escritura operística en España en los últimos años de forma muy notable y de ello el Turina viene haciéndose eco de forma constante y responsable.

Fernández Guerra trata los anhelos de inmortalidad del ser humano a través de un tema recurrente en la ciencia ficción desde hace años: un poderoso industrial vuelca su cerebro antes de morir a través de la inteligencia artificial en un programa informático que lo preserva en forma de robot, pero algo sale mal y el experimento termina en fracaso. Los cuatro solistas vocales ejercen diferentes papeles como narradores de la historia y personajes, y lo hacen a partir de una escritura vocal fundamentalmente silábica en forma de una cantinela de fraseo en general monótono, cercana siempre a la declamación y con ritmos monocordes. Los momentos de mayor interés recaen en los números de conjunto en que las líneas se traban de manera atractiva y musicalmente muy solvente. Clarinete y violín, que normalmente sostienen la narración marcándola rítmicamente y con repeticiones de motivos recurrentes, se unen también en ocasiones creando complejas polifonías a seis partes que el compositor maneja con indiscutible dominio de su oficio. Porque detrás de este La muerte y el industrial está el oficio extraordinario de un destacable maestro de la música española actual, un trabajo de una desnudez y una sobriedad admirables, pero la obra no es fácil para un público generalista, porque le falta vuelo lírico (seguramente, no buscado), sensualidad y contrastes para tener posibilidades ante un público más amplio.

La producción teatral fue sencilla pero estupenda, apoyada en unas magníficas proyecciones de vídeo y unos pocos elementos escénicos manejados con eficacia. Musicalmente, la función fue dirigida con aparente corrección por Fran Fernández Benito, situado en un lateral frente a la pareja de instrumentistas, que estuvo impecable. No pareció que el cuarteto vocal pudiera prestar mucha atención a la batuta, pero salvaron sus partes sin sobresaltos. Me parecieron en cualquier caso preferibles las voces extremas a las centrales. La soprano Manon Chauvin aprovechó los pocos momentos de agilidad que le concede la partitura para lucir un timbre brillantísimo y ligero. El barítono Javier Agudo mostró una pasta vocal recia y una línea de gran nobleza. Lola Bosom, voz de mezzo no demasiado homogénea, empezó con algunas irregularidades, pero fue asentándose a lo largo de la función, mientras el tenor Nicolás Calderón cumplió sin estridencias. Tampoco se les pedía mucho más.

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