Olivares y el Estado moderno

Olivares. Reforma y revolución en España | Crítica

Arzalia publica 'Olivares', una refinada aproximación a la figura del valido de Felipe IV, en la que se transparece, no una supuesta excepcionalidad española, sino la contextura política y vital de su siglo, desde la que actuaron todos sus protagonistas

Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, pintado por Velázquez (c. 1636)
Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, pintado por Velázquez (c. 1636)
Manuel Gregorio González

16 de abril 2023 - 06:00

La ficha

Olivares. Reforma y revolución en España. Manuel Rivero Rodríguez. Arzalia. Madrid, 2023. 320 págs. 20,90 €

Marañón, en el prólogo a su estudio sobre don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, señala el prolongado equívoco que sepultó la figura del valido de Felipe IV bajo una suerte de impericia desmesurada y ávida, la cual precipitó la monarquía Habsburgo hacia su postrer declive. Un ejemplo -humorístico, si se quiere- de esta consideración adversa del conde-duque es aquella que nos suministra Ortega y Gasset, en sus Papeles sobre Velázquez, a la vista del retrato que le hizo el pintor sevillano. De ahí extraerá don José que el conde-duque, contra toda evidencia, había sido chato. También obrará contra la figura de don Gaspar la comparanza con el cardenal Richelieu, revisitada por Elliot, donde la brillantez aquilina del francés saldría gananciosa respecto de la pesadez y la torpeza del español, llegado a la privanza del rey con poco más de treinta años.

El 'Olivares' de Rivero Rodríguez se centra en el carácter reformista del valido

Sin embargo, esta comparación entre figuras queda entorpecida, según recuerda Rivero Rodríguez, por el distinto alcance de sus ocupaciones: el alcance universal de las inquietudes y actividades del conde-duque, frente a las tareas del cardenal Richelieu, quien ceñía su actuación al territorio francés y los países colindantes. No es, sin embargo, este Olivares del historiador Manuel Rivero Rodríguez una vindicación de la figura de don Gaspar, en tanto que político y hombre incomprendido, sino un análisis de su actuación, desembarazado ya de dos prejuicios usuales: la consideración de la corona española como una realidad crepuscular, y la persuasión de que el valido actuó de modo incongruente, dogmático y nocivo. Lo cierto, sin embargo, es que Rivero Rodríguez defiende con solvencia lo contrario. Y que las reformas de Olivares iban encaminadas a premiar el mérito, a reducir el gasto cortesano, a evitar la despoblación del interior, a consolidar la unión entre las distintas partes de la corona (con Portugal en primer término), y a disputar con la Iglesia el alcance de su autoridad, asunto este que sería uno de los grandes cambios a los que se enfrentó, no solo Olivares, sino el mundo moderno.

En tal sentido, recordemos que Caro Baroja quiso ver en el proceso de Zugarramurdi un avance de la lógica pericial, de la moderna administración de justicia, sobre una credulidad aldeana. Por otra parte, es Maravall quien destaca la migración a las ciudades como uno de los factores distintivos del Barroco, citando la autoridad de Sancho de Moncada. Esta cuestión es la que se recoge, de modo principal, en la real cédula de febrero de 1623, que pretendía retener a las poblaciones en sus lugares de origen, y devolver a los pretendientes ociosos a sus villas. A lo cual se añadía la prohibición de importar manufacturas y cierta adustez en el vestir, destinada a reducir el gasto suntuario. A toda estas medidas, ni arbitrarias ni faltas de sentido, es a lo que Rivero Rodríguez llama la “revolución cultural” que pretendió Olivares, y que en alguna manera permeó, a pesar de sus fracasos políticos; fracasos entre los cuales se hallaba una mayor coordinación entre las partes de la corona, y cuyo ejemplo, a la contra, pudiera ser la frágil “unión de armas” entre Portugal y España, encaminada a la defensa de los intereses americanos y asiáticos, así como la revuelta catalana, o el posterior desgajamiento de la corona lusa.

Todas estas cuestiones, entre las que destacan la guerra de los Treinta Años y el contencioso entre la corona y la Iglesia o entre las propias órdenes eclesiásticas, son las que el profesor Rivero Rodríguez presenta en estas páginas de modo claro y coherente. En puridad, se trata de conocer la situación del mundo desde una doble perspectiva: la de los heteróclitos intereses de la corona española en la totalidad del globo y la del imaginario cultural (vale decir, político, social y religioso), con que dirigieron los protagonistas de aquel drama. También, claro está, la del resto de actores que interfirieron, a favor o a la contra, en tales asuntos. De ahí se inferirá una visión más ponderada, y en absoluto catastrofista, de la corona Habsburgo. Y en consecuencia, un juicio más complejo del valido de Felipe IV, cuyos aciertos y cuyos errores se recogen aquí, no como anómalos e injustificados, sino como propios y coherentes con la agitada contextura de su siglo.

Tres cuestiones barrocas

Una primera cuestión, como ya hemos señalado más arriba, es esta del poder terrenal, encabezado por el rey católico, tratando de independizar sus actos y alejar su soberanía, no ya de las potencias terrenales en liza, sino del influyo de Roma. Otro asunto, no menor, es el modo en que se revela la totalidad del globo, incluido un Oriente hostil a la corona española y su proselitismo religioso, y cuyas noticias había recogido, con vistas a la expansión territorial, Juan González de Mendoza, en su Historia del gran reino de la China. Una tercera cuestión, también indicada, es la formidable migración a las ciudades, fruto, según recuerda Parker, de la adversidad climática que arruinó cosechas y pauperizó vastas regiones cuyo sustento dependía, en mayor modo, del albur meteorológico. En esa multitudinaria marcha a la ciudad es donde crecerá la figura, desmedrada y errática, del pícaro. Y donde la realidad vendrá a contradecir, al menos en parte, los intentos del conde-duque por frenar la llegada del vulgo a la metrópoli. Digamos, en fin, que en este Olivares de Rivero Rodríguez el siglo “barroco” pierde al fin su habitual connotación crepuscular y caduca, y se nos ofrece en todo su interés, germinal y mayúsculo.

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