Ottava Rima | Crítica

Una Vanitas para la Cuaresma

Ottava Rima en el Espacio Turina

Ottava Rima en el Espacio Turina / Luis Ollero

El miércoles de ceniza coincidió con el día de San Valentín. Hoy había para todos. Y los sevillanos de Ottava Rima optaron por la penitencia, programando nada menos que el Officium Defunctorum de Victoria, para algunos la obra más importante jamás compuesta por músico español alguno. Se colocaron en semicírculo, vestidos de negro frente a un pequeño dispositivo escénico, una mesita sobre la que lucía una bien preparada Vanitas. Luego apareció José Hernández Pastor de punta en blanco moviéndose por toda la escena y haciendo los versos en cantus firmus de la obra con su voz de soprano y una extraordinaria penetración expresiva.

El  grupo se preparó la cita a conciencia, pues el programa era de armas tomar. Israel Moreno decidió reunir junto a las voces –irregulares, pero es algo normal– a un conjunto de vientos que las doblaban (uno por parte: dos cornetas con las dos del cantus, un sacabuche alto con la de alto y dos sacabuches graves y un bajón con las dos de tenor y la de bajo), apoyándose además en el órgano que solía ser habitual en la interpretación de la polifonía española del tiempo y que resultó inaudible toda la noche. La ceremonia arrancó con una Lamentación de Morales de una gravedad que fue más opaca que realmente conmovedora. En materia de claridad, el Requiem de Victoria no fue mucho mejor, y los instrumentos no ayudaron, no porque tocaran mal ni mucho menos (antes al contrario, estuvieron irreprochables todo el tiempo), sino porque enturbiaron la mezcla polifónica de las voces y su empaste, no siempre conseguido. En el equilibrio entre tesituras sorprendió que cada parte de tenor fuera sostenida por un solo cantante (en las otras había dos), lo que desde luego se notó en una pérdida general de referencia de las voces intermedias.

La obra es desafiante para los grupos profesionales, así que para un conjunto aficionado como este el reto era muy considerable. Moreno arrancó con demasiadas prisas, de manera que el homofónico Taedet animam meam pasó de largo sin dejar huella, cuando es una pieza que gana mucho con un poco de pausa y un más cortante tratamiento de las articulaciones: para una vez que van a cantar todos al mismo ritmo, conviene marcar más intensamente los acentos. Luego, buscó reforzar algunos detalles retóricos, enfatizando los contrastes dinámicos, y alcanzó puntos de indudable prestancia, muy especialmente al final con el motete funerario Versa est in luctum, puede que el más brillante logro del conjunto, y con el responsorio Libera me.

Una última reflexión: hemos perdido el oremus con las propinas: ¿qué sentido tiene después de una obra como esta repetir el Introitus? Miserere, Domine.

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