Paisaje, pintura y tecnología

La exposición en el Guggenheim de Bilbao constata la reflexión infatigable de David Hockney como apasionado de la pintura que no rechaza los recursos tecnológicos.

'Tala de invierno', 2009, óleo sobre quince lienzos.
'Tala de invierno', 2009, óleo sobre quince lienzos.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

21 de mayo 2012 - 05:00

El arte del paisaje no es neutro. Exige una vinculación emocional con el entorno, nacida de una lenta familiaridad que precisa enclaves, los convierte en lugares y acecha en ellos las horas y los días. Esto separa al paisaje del espectáculo: la vista sorprendente, cebo de turistas, sólo es escenografía brillante. Aparece un momento ante los ojos y ahí se queda, fuera, exterior a quien mira. No ocurre así con el paisaje. Los cuadros de Cézanne, más que recoger el perfil del monte Sainte-Victoire o la luminosa bahía de L'Estaque, ofrecen una relación, la que el autor tejió con uno y otra. Por eso, más que admirar, conmueven.

La exposición del Guggenheim-Bilbao no es un muestrario de apacibles parajes de Yorkshire ni de la sabiduría de David Hockney. Es la reseña de un entrañamiento poético, el del veterano pintor en la región donde nació. No faltan ecos del arte en aquel territorio: el ir y venir de Turner y Wordsworth, la mirada analítica de Constable o la apasionada narrativa de las Brönte, pero el reto es personal y así lo afronta Hockney.

Los paisajes expuestos comienzan en 1997. Durante una estancia en Inglaterra (frecuentes entonces por la delicada salud de su madre ya muy anciana), Hockney sabe de la enfermedad de su amigo Jonathan Silver. Lo visita en Saltaire, una población industrial victoriana en cuya restauración y conservación Silver jugó destacado papel. El trayecto a Saltaire marca estos paisajes. Con elevado horizonte que apenas deja ver el cielo, los cuadros agrupan fragmentos de vibrante color (trigales, bosques, casas de labor, surcos) y entre ellos, el auténtico protagonista de estas obras, una serpeante carretera cuyo trazo las llena de ritmo. Son lienzos que unen el panorama romántico con ese dinamismo neoexpresionista que empuja la pintura a traspasar los bordes del lienzo. Algo que ya se advertía en piezas como MulhollandDrive, hecha en California en 1980 (puede verse en la primera sala de la exposición).

Esta factura cambia radicalmente en las obras que forman el cuerpo de la muestra. Hockney las inicia en la primavera de 2005 con sucesivas acuarelas, cuya rapidez permite recoger matices pasajeros de luz o humedad. En verano comienza a emplear el óleo: cuadros de estructura cercana al paisaje impresionista, desmentida por grandes campos de intenso color enmarcados por una vegetación trazada con enérgicos gestos de pincel. La serie está cruzada por el tiempo: se extiende hasta las nieblas y los árboles yertos del invierno.

El tiempo también está presente en los cuadros llamados Túneles (caminos enmarcados por hileras de árboles), en los dedicados a la breve floración del espino y en una serie de especial calidad, la centrada en la tala invernal: grandes leños apilados junto al camino y árboles reducidos al tronco que hacen pensar en los totems del primer Clyfford Still.

Pero en este proceso del paisaje hay otro tiempo, el de la propia pintura. Poco a poco, a la acusada perspectiva de los Túneles y a la disposición en bandas sucesivas de los sembrados, sucede la escasa profundidad de la serie El bosque de Woldgate (2006): los árboles se alinean en superficie, evocando la mirada del paseante en vez del punto de vista perspectivo, central y fijo. Este aprecio de la superficie lleva a Hockney, en 2011, al vídeo: dispone nueve cámaras en un enrejado que sujeta a un todoterreno y él mismo, dentro del vehículo, ajusta las diversas tomas. El panorama resultante, casi plano, recuerda a sus collages fotográficos hechos con polaroids hace veinticinco años.

Ese mismo año, 2011, buscando fijar el paso del invierno a la primavera, realiza cincuenta y una obra en otros tantos días. La rapidez del trabajo no la dará ahora la acuarela sino el iPad. El programa de pintura del dispositivo asegura colores transparentes, ricos en matices, fijados por un cuidado trabajo de impresora (como el del tórculo en grabados y litografías). Las virtudes del iPad culminan en cinco grandes paisajes (365,8 x 274,3 centímetros) del parque Yosemite, California, fechados en octubre de 2011.

La exposición es así un doble y meditado recorrido, que explora a la vez el paisaje y la pintura. Por ello acoge sin esfuerzo la serie dedicada a El sermón de la Montaña de Claudio de Lorena. Hockney fotografía esta obra (ajena a las pautas del gran paisajista del siglo XVII), lo límpia con procedimientos electrónicos y lo estudia a lo largo de una decena de cuadros.

La exposición es, en conclusión, sustanciosa. Quizá los devotos de Hockney añoren la fresca audacia de sus primeras obras. Hallarán a cambio la reflexión infatigable de un apasionado por la pintura que no rechaza sofisticados recursos tecnológicos.

David Hockney. Museo Guggenheim de Bilbao. Avenida Abandoibarra, 2. Bilbao. Hasta el 30 de septiembre.

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