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ROSS. Gran Sinfónico 8 | Crítica

Excelso Mahler de la ROSS

Michael Schønwandt al frente de la ROSS

Michael Schønwandt al frente de la ROSS / Marina Casanova

Presentada a menudo como el testamento del compositor, como su adiós a la vida (falso y falacia retrospectiva evidentes), la de Mahler es una sinfonía de notable complejidad y, como toda la música del bohemio, muy abierta y sensible a las interpretaciones. Esa pretensión del compositor de hacer del género una especie de “contenedor universal del mundo” provoca justamente que las miradas a sus sinfonías puedan ser muy diversas, depende de dónde se ponga el énfasis. El director danés Michael Schønwandt enfatiza la continuidad de la música, reforzando el legato con fraseo refinadísimo, reduciendo los aspectos más grotescos siempre presentes en Mahler, que controla aun sacrificando en algunos momentos el color, atendiendo a las progresiones dinámicas con mimo, sin brusquedades, confiando en la profundidad de la partitura, y por eso los tempi extraordinariamente relajados que usó. Lo bueno es que la obra resistió su visión, que la tensión no cayó nunca y que la música encontró una especie de cauce por el que corrió sin detenerse durante los casi 86 minutos que duró su interpretación, creando un todo orgánico de extraordinaria plasticidad, como si estuviera moldeando un trozo de barro con sus manos, ahora reforzando el peso de las notas en este lado de la escultura, luego aligerándolo por allá... El maestro danés se apoyó para eso en una ROSS superlativa, con un empaste milagroso, como yo no recordaba desde hacía tiempo, y con una claridad extrema, que soportó cierto aplanamiento de las dinámicas en un segundo movimiento que sonó más cortés que popular, menos colorista de lo acostumbrado, más delicado también, y un rondó en que el contrapunto refulgió de manera soberbia y se cerró con una explosión a la vez brillante y contenida (inefable, en último término). Pese a todo eso, casi todo bueno, lo mejor estuvo en el final, donde curiosamente Schønwandt pareció aligerar algo el pulso (allí donde casi todos lo retienen), para conseguir una intensidad que empezó siendo dolorosa (ese canto tornasolado y punzante de la cuerda), pero que fue metamorfoseándose en otra cosa, en algo que parecía caer directamente desde el cielo y que no era en absoluto un lamento fúnebre, sino más bien una canción dulce, capaz de transmitir una calma resignada, plácida, serena. Una vez más, sectores del público especializados en aplaudir cuando no toca impidieron al resto de la concurrencia gozar del placer del silencio, tan buscado como merecido por una interpretación antológica.

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