Brillantísimo el sonido que de su Montagnana extrajo Sergei Dogadin, violinista ruso que tocó el Concierto de Beethoven con una pulcritud y una precisión exquisitas, volcándolo del flanco lírico más que del dramático. Como una figura apolínea, olímpica, el solista tiró en el primer movimiento de una orquesta que había empezado algo remolona, en una introducción plana, abúlica. Fue como si Soustrot fuera un poco por detrás del violinista, como esperando que le dictara el guion de la interpretación, que creció en intensidad, aunque sin desbordar en ningún caso los límites de un equilibrado Clasicismo, que Dogadin impuso desde su sonido claro, siempre bien afinado, un punto argénteo, capaz de deslumbrantes trinos en pianissimi como de vertiginosas escalas articuladas con escuadra y cartabón, todo ello servido con una facilidad asombrosa, un gesto imperturbable, sin asomo de crispación. Ni que decir tiene que el movimiento central se benefició en su pureza y su levedad de esta visión y que el Rondó final, con una orquesta ya perfectamente acompasada al concepto del solista, resultó de espectacular y gozosa finura.

Tras la pausa, llegó Dionisos y cambió el plan: el Concierto de Bartók es obra compleja, de difícil equilibrio orquestal, pero Soustrot supo manejar los volúmenes con prestancia y seguridad, consiguiendo unas tramas texturales de apreciable transparencia. Además no se cortó un pelo en contrastar dinámicas, apretando a los metales cuando tocaba, matizando en capas de intensidad variadas los pasajes de transición (hay muchos) para no perder la tensión, enfatizando la policromía de una obra que se resolvió en un colosal estallido de energía.