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Rafael Riqueni | Crítica

¿Qué milagro es este?

Rafael Riqueni durante su concierto en el Lope de Vega.

Rafael Riqueni durante su concierto en el Lope de Vega. / Juan Carlos Muñoz

¿Qué milagro es este? Un señor que consigue llenar por sí mismo, sin otra compañía que su guitarra, el escenario más emblemático de nuestra ciudad. Y, además, con un lleno absoluto, algo que no ha sido la norma durante esta Bienal. El secreto es muy antiguo. Tanto como el hombre. Más aún, ya que nos iguala con los demás mamíferos e, incluso, con algunos otros compañeros emplumados de viaje en este planeta. Es la emoción. Es el reconocernos humanos. Y más allá. La virtud de este artista está precisamente en esa aparente falta de pretensiones. ¿Qué pretensión mayor que reconocerse humano? En su arte nos reconocemos. Aunque nos hable de pájaros. Y digo hable porque la guitarra de Rafael Riqueni es de una elocuencia asombrosa. En su música todo es literal, trasparente. No hay más cera que la arde. No es, ni lo pretende, un intelectual de la guitarra, del flamenco. No es, ni lo pretende, un virtuoso. Al contrario, está en un asombroso estado de forma pese a las limitaciones físicas que lo acompañan desde hace décadas. Pero nunca ha sacado músculo, ni mucho menos. Ha trascendido esas limitaciones a fuerza de entusiasmo. Y de deseo. El deseo de comunicarnos sus emociones más íntimas. Su soledad. Su alegría. Su comunión con la naturaleza. Su miedo. Pero el amor no se da si no hay correspondencia. Por eso un concierto de Riqueni es un acontecimiento, pero un concierto de Riqueni en Sevilla es una fiesta. Porque nuestra ciudad adora a este músico. Y lo adora en justa correspondencia con el amor que el compositor ha demostrado a Sevilla. Inspirándose en sus calles, en sus parques, en sus paisajes y en su paisanaje. Recurrió, como no podía ser menos, a clásicos de su repertorio como los maravillosos fandangos que dedicó al Niño Miguel que siguen sonando con una frescura, con una energía sobrecogedora. Pero la mayoría de los temas que interpretó pertenecen a sus últimas entregas. A Herencia y también a esa obra mayor que se llama Parque de María Luisa. ¿Quién nos iba a decir, hace 20 años, que Rafael Riqueni nos iba a regalar tamaña obra maestra?

En la taranta las falsetas se suceden de una manera que parece que la obra está naciendo sobre la marcha, ya que una falseta conduce inexorablemente a la otra, y todas las variaciones melódicas están conectadas. Riqueni construye paisajes, edificios, estancias que, pese a su carácter efímero, perduran en nuestro corazón y nuestra memoria. Perdurarán mientras vivamos. Rotunda la soleá. Íntima y brillante a un tiempo la granaína. Tan solemne como juguetona la farruca. Seguiriyas, cantiñas, tangos ... Y así, hasta 18 temas.

Y es que Riqueni tuvo que ofrecer tres bises, a requerimiento de su público. Y es que no podía marcharse de las tablas del Lope de Vega sin tocar uno de los himnos de esta ciudad, en el que nos reconocemos todos, Amargura, de Font de Anta, que siempre suena nuevo en sus manos. También el trémolo Cogiendo rosas, en el segundo bis. Y, como final del concierto, en el tercer bis, un clásico del toque flamenco de concierto, Ímpetu, de Mario Escudero, uno de los temas más complicados de interpretar de la historia del flamenco.

Fue un gran colofón a la Bienal de Flamenco de 2022 que nos deja un estupendo sabor de boca que recordar durante los dos años que nos separan de la próxima edición.

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