Cultura

Última despedida

Visité a Fernando la semana pasada. Como siempre, tras informarme sobre lo que él calificaba de "alifafes de la edad", que en su caso eran más que pequeños achaques, pasamos a charlar de literatura y por algún motivo nos desviamos hacia ciertos momentos conflictivos de su pasado. Éramos amigos desde 1981, cuando lo conocí por mediación del poeta navarro Ramón Irigoyen en una cita que tuvo lugar cerca de la Alameda de Hércules y en la que él se autodefinió como marxista-leninista-andalucista. Curiosamente, aunque en los últimos años había adoptado el papel de caballero reaccionario, tal vez pour épater le gauchiste, el otro día defendió su antigua postura y me aseguró que abandonó el PSA porque consideró que, al volverse un partido interclasista, traicionaba su inicial programa radical. A continuación elogió unos textos políticos de José Aumente en torno a los intereses de clase y el nacionalismo andaluz, y cuando yo le pregunté si todo aquello no se oponía a posiciones suyas actuales, hizo un gesto de qué más da. Como todos los hombres, Fernando cobijaba unas cuantas contradicciones. Como la de todos los hombres su historia incluía una serie de rupturas ideológicas, literarias, sentimentales. Como a casi todos los hombres los años lo habían inficionado de escepticismo, de diversos escepticismos. Sin embargo él, que era agnóstico en religión, poseía una fe inquebrantable: creía en la poesía con la inocencia con que un antiguo seminarista adoraría a la Virgen. Alguna vez ironicé sobre ese fervor y Fernando, que me permitía bromear sobre lo humano y lo divino, se limitaba a indicarme: "En eso nunca estaremos de acuerdo".

Teníamos la misma edad. Intercambiamos docenas de cartas. Yo poseía todos sus libros y él todos los míos. Fui profesor de sus tres hijas. Trasnoché con él en Cádiz y en Sevilla. Vimos juntos apagarse la Torre Eiffel al cruzar el Pont de l'Alma de París. En Manhattan lo presenté a un público de profesores. Su obra tiene altibajos pero cuando acierta es magnífica y él lo sabía. Hace unos años escribí lo siguiente:

"... También fui intuyendo que detrás de los versos que me fascinaban había experiencias humanas muy duras, nada de retórica vacua sobre los cataclismos de la edad y la destrucción de la belleza sino la conciencia lúcida y amarga del propio rostro en un espejo inmisericorde. Otros poetas de su generación han escrito, como Fernando, hermosos endecasílabos sobre el paisaje natal, la infancia y el amor. ¿Pero alguien le ha pedido a la noche que lo "acoja sin piedad", y a los dioses "humillación, dolor y cobardía"? ¿Quién se ha tomado esa copa de sombra con hielo después de tratar inútilmente de fornicar con un cadáver, como en la alucinación escalofriante del poema Aperitivo? ¿Dónde encontraremos, aparte de en su poesía, los vespertinos regresos a casa -a la soledad más terrible- y al temor de que en el dormitorio vacío uno sepa por fin quién es? Álvaro Mutis, que coincidió con Fernando en mi piso de Nueva York, tras leer la obra poética recogida en Vieja amiga, me comentó: "Pero este hombre ha viajado de verdad a los infiernos". No acababa de encajar al individuo que con tanta autoridad como sencillez hablaba sobre los Machado y Octavio Paz, con el autor de esos versos en los que el poeta yace junto a una mujer desnuda y la mujer desnuda, desnuda y muerta, es mi madre".

Fernando solía decir que era sordo en varios idiomas y cuando se reía le pitaba el sonotone. Tuvo la humorada elegíaca de titular su primer poemario Primera despedida y a lo mejor le haría gracia que en mi última despedida de él evoque su risa acompañada del pitido ingrato. Echaré en falta ese sonido. Echaré en falta su amistad y su cariño. Y no pediré a la única Diosa en la que él creía, la poesía a la que llamaba su Señora, que lo acoja en su seno, porque ahí hace mucho tiempo que Fernando Ortiz estaba recogido.

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