Cultura

Virgilio en Tau Ceti

  • El escritor norteamericano Kim Stanley Robinson brinda otro argumento de peso a favor de la ciencia-ficción más allá del género en 'Aurora', una parábola política de alto alcance.

AURORA. Kim Stanley Robinson. Trad. Miguel Antón. Minotauro. Barcelona, 2016. 445 páginas. 21,95 euros.

No es un dato baladí que Kim Stanley Robinson (Waukegan, Illinois, 1952) dedicara una tesis doctoral a Philip K. Dick (por cierto: la influencia del autor de Ubik en la literatura del siglo XXI, tanto en EEUU como en Europa, dentro y fuera -especialmente fuera- de la ciencia-ficción, va mereciendo un análisis crítico serio y en profundidad); aunque en registros bien distintos, la proyección de la experiencia humana como frontera es una constante en ambos, si bien el segundo es más favorable al abordaje del mito como convención épica, en lugar de la escisión poética del yo en el primero, a la hora de conferir a sus relatos una intención política. Aurora es, posiblemente, la novela más importante de Kim Stanley Robinson desde la Trilogía marciana, el órdago con el que allá en los 90 renovó definitivamente el género de la ciencia-ficción hasta sacarlo de sí mismo sin renegar de sus señas de identidad. De entrada, el escritor norteamericano brinda una respuesta contundente a los profetas del éxodo estelar como única opción para el futuro de la especie humana, liga encabezada por los físicos Stephen Hawking y Kip Thorne; la excusa, sin embargo, le sirve para bordar una hermosa parábola de la existencia como viaje que hunde felizmente sus raíces en las fuentes clásicas. Stanley Robinson le da la razón a Séneca ("Lo importante no es la casa, sino el huésped") sólo en la medida en que el huésped y la casa son, en esencia, lo mismo. Pero es en Virgilio donde más y mejor se reconoce el empeño: si Eneas huye de Troya llevándola consigo y depositándola en lo que tras su muerte será Roma, los protagonistas de Aurora llevan consigo la Tierra, con toda su carga de Historia y civilización, en su deambular más allá del Sistema Solar, sencillamente porque no pueden deshacerse de ella. Stanley Robinson proyecta en el ecosistema las aspiraciones del hombre como agente transformador del tiempo; el resultado es una brillante novela dirigida como un dardo al presente, con las concesiones justas al best-seller, que vuelve a hacer de la ciencia-ficción mucho más que una mera cuestión de género: más bien, hay aquí un regreso a los mimbres de la literatura como trasunto del viaje. Así en Homero como en Virgilio.

La diáspora narrada tiene un comienzo concreto: el año 2545 "de la era común". Es entonces cuando parte de la Tierra una gigantesca nave compuesta por dos anillos (en un homenaje entrañable a 2001: Una odisea del espacio) de dimensiones descomunales con 2.122 personas de los más diversos orígenes a bordo. La tripulación se distribuye en biomas, secciones interiores de la nave que recrean los diversos climas y ambientes naturales del planeta, con lo que la mole se convierte en una representación fidedigna del mismo (la extracción consciente adquiere en el relato un poderoso rango simbólico). Se trata de la primera misión espacial de la Historia con un destino fuera del Sistema Solar: la meta es una luna del llamado Planeta E, que orbita alrededor de la estrella Tau Ceti, a doce millones de años luz de la Tierra. El satélite, llamado Aurora una vez queda señalado como destino de la expansión del ser humano en el cosmos, presenta, a priori, condiciones atmosféricas y de gravedad análogas a las de la Tierra, lo que permite aventurar que la especie, instalada ya en Marte y otros enclaves del Sistema Solar, podría colonizar el territorio y establecerse en él en condiciones idóneas. La nave se desplaza a 30.000 kilómetros por segundo (la décima parte de la velocidad de la luz), lo que se traduce en un recorrido que habrá de prolongarse durante 170 años. Stanley Robinson introduce no pocas claves interesantes: el gobierno de la nave queda en manos de un ordenador cuántico (elemento que el autor ya había introducido en su novela 2312 pero cuyos alcances quedan convenientemente ampliados en Aurora), singularmente rápido a la hora de tomar decisiones pero imprevisible y esquivo al razonamiento (el conflicto que su sola invención genera entre ingenieros y matemáticos resulta tan divertido como instructivo). La propia nave, independientemente del ordenador, sigue un comportamiento humano y de hecho, además de albergar toda la memoria del viaje, es ella la que ejerce de narradora, en un afortunado recurso metaliterario deudor de Stanislaw Lem; para hilar su relato, la nave se detiene en la historia de Freya, la Eneas a la que Stanley Robinson confiere su autoridad hereditaria y que se verá sumergida en otro viaje no menos alucinante a lo largo y ancho del tiempo (o, mejor, de los tiempos: el físico y el personal). El periplo se establece en plazos superiores a los de la propia vida humana, condición que el autor aprovecha para verter un decisivo matiz intergeneracional, no exento de tonos éticos nietzscheanos. Kim Stanley Robinson conduce al lector al tramo final del viaje, cuando Tau Ceti está ya al alcance de la mano. Lo que la tripulación encuentra allí, como era de prever, no es lo que esperaba; surge entonces el enfrentamiento y la lectura de la civilización como conflicto, en una lectura tan pragmática como pesimista. La Historia se alza a la manera de argamasa de carácter casi biológico: como advirtió Ángel González, se parece a la morcilla en que las dos están hechas con sangre y se repiten. Cerca o lejos, da igual.

Stanley Robinson añade referencias literarias (resuenan Kavafis y Beckett en una espectacular paráfrasis: "No podemos seguir. Debemos seguir"), musicales y culturales con la dosis exacta para abrir puertas a la complicidad del lector. Y también hace arqueología de sí mismo: si en su Trilogía marciana ofrecía una lección ilustrativa de lo que podemos entender por terraformación, aquí se desliza en una aplicación tan novedosa (a estas alturas) del término como la terraformación de la Tierra, que ya es decir. Lo mejor de Aurora es, al fin, su ambición a la hora de significar: serán los lectores menos dados a la ciencia-ficción, sospecho, quienes más la disfruten.

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