El árbol de la ciencia
Alberto Manguel escoge a Dante como guía para un recorrido por la curiosidad y el atrevimiento que lleva al hombre a querer saber más.
Una historio natural de la curiosidad de Alberto Manguel. Trad. Eduardo Hojman. Alianza Editorial. Madrid, 2015. 544 páginas. 22 euros
Por el Génesis sabemos ya de este carácter primordial del ser humano: fue la curiosidad la que llevó a Eva a comer del fruto prohibido; y será la curiosidad, la pericia técnica, el saber industrioso de los hombres, el que alce la mole de Babel, más allá de las nubes, como un intento de igualarse a los dioses. También el arte de de crear será un atributo divino, y en consecuencia, vedado a nuestra raza, como sabemos por el Becerro de oro y Pigmalión. En todas las religiones se da esta ambigüedad originaria donde a la urgencia de saber se une un miedo cerval, un temor sagrado, al propio conocimiento. Prometeo, en su doble función de creador y educador de los hombres, pagará su osadía con un castigo cruel y una agonía infinita. Eva y Adán, o el propio Caín, fundador de ciudades, serán condenados al dolor, a la finitud, a una vida fatigosa y errante. Nemrod, el soberbio constructor de Babel, verá su inteligencia sumida en un discurso incoherente. La historia de la curiosidad -la historia natural de la curiosidad que nos propone Manguel-, tiene su origen, pues, en un gesto de audacia y en un temor razonable. De ese atrevimiento primero saldrá la individualidad desnuda; saldrá el hombre arrojado del Edén, consciente de su fugacidad, y condenado a la pluralidad de lenguas y opiniones.
Es cierto, por otra parte, que ha existido siempre el ánimo de compilar el saber de una época. Así lo hicieron Plinio, Lucrecio, Heródoto, Hesiodo, Jenofonte, San Isidoro, Alfonso X, Celestino Mutis y muchos otros. Así lo hicieron también, en otro aspecto, Giorgio Vasari y Snorry Sturluson. Probablemente, las Etimologías de San Isidoro haya sido el libro más influyente de cuantos se compusieron y estudiaron en los siglos medios. Hay una diferencia crucial, no obstante. Entre la Historia natural de Plinio el Viejo y la Historia natural de Buffon, ya en el XVIII, se ha interpuesto el método científico. Cuenta Vasari en sus Vidas que el pintor Paolo Ucello, antes de acostarse, le repetía cada noche a su mujer: "¡Oh, qué agradable asunto la perspectiva!". Obviamente, Ucello se refería a la técnica pictórica recuperada por Cimabue y sistematizada por Brunelleschi. Lo cierto, en cualquier caso, es que a partir del XV-XVI el conocimiento, cualquier conocimiento, fruto de la curiosidad a la que alude Manguel, vendrá ahormado por algún tipo de molde, de arboladura, sujeto a cálculo y a previsiones. No otro será el refinado encanto del Setecientos de Voltaire y Linneo.
Incluso cuando se trata de magnitudes poco favorables a la cuadrícula, el hombre moderno ha acudido a una tabulación exhaustiva. Así lo hicieron, entre innumerables ejemplos, Burton en su Anatomía de la melancolía, Rosenkranz en su Estética de lo feo y, ya en el XX, Delumeau en El miedo en Occidente. Hay que señalar, no obstante, que la amplia erudición de Manguel no ha pretendido componer un tratado a la manera dieciochesca. Entre el saber cumulativo de Plinio y la destreza clasificatoria de Buffon, Manguel ha escogido, no obstante, una ficción literaria para guiarse en esta "selva umbría" donde la curiosidad se despliega. De hecho, Manguel ha escogido una obra donde la antigüedad pagana y la teología medieval se resumen, casi por última vez, antes de la llegada del Renacimiento. Manguel, digámoslo ya, ha escogido a Dante como guía. Y será a través de Dante, de su estupor, de su miedo, de inquietud, como Manguel irá urdiendo una compleja trama sobre las capacidades del hombre. Con esto quiero señalar que esta historia natural de Manguel es, en cierto modo, una breve y azarosa historia del conocimiento. Pero no del saber, diestramente acumulado durante siglos, sino de los modos, de los dispositivos, de los ámbitos, donde el saber opera y es posible. Decía Antonio Machado, en versos tan cacofónicos como acertados, que "el ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas,/ es ojo porque te ve". Ese ojo inquisitivo, que no es el ojo de la divinidad, ni el ojo promediado de la perspectiva, sino el ojo ambulatorio y falible del ser humano, es el que se persigue en estas páginas, dando noticia de sus logros. A veces el ojo medirá las estrellas, y será exacto, como en Herschel; a veces, volverá la mirada sobre sí, y se hallará entre sombras, como Dante.
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