Breviario de las ilusiones
El jardín mineral | Crítica
Después de Umbrales y El eco pintado, el ensayista Óscar Martínez publica El jardín mineral, también en Siruela, donde detalla brevemente la presencia de las gemas y las piedras preciosas en el arte y en la cultura, desde el mundo antiguo a nuestros días

La ficha
El jardín mineral. Óscar Martínez. Siruela. Madrid, 2025. 168 págs. 12,95 €
Una breve erudición sobre la naturaleza y propiedades de las piedras preciosas debiera llevarnos, por ejemplo, desde la Historia natural de Plinio el Viejo a las Etimologías de San Isidoro de Sevilla y el Lapidario de Alfonso X, compuesto en el siglo XIII, al amparo de Aristóteles, el cual “mostró que todas las cosas del mundo son como trabadas, et reciben vertud unas dotras”. Esta trabazón, connatural a los seres, según suponía el Rey Sabio, es la misma que obra el escritor valenciano Óscar Martínez en este El jardín mineral, donde comparecen, junto a las piedras, algunos episodios históricos, a través de los que se sugiere un tono y un temblor de época. Este tipo de proceder, que se inicia sumariamente con El siglo de Luis XIV de Voltaire, y que llevará a su primera perfección Burckhardt, es el que permite al autor una doble tarea: aglutinar una variedad de asuntos bajo el mismo prisma (la secular fascinación de las piedras preciosas); y acceder a una visión perspectiva mediante un pequeño artificio, como es el de la gemología y la avidez manifestada por sus propietarios.
Martínez establece pequeños itinerarios que alcanzan el antiguo Egipto y la Navarra medieval, la Roma de los césares o la Nueva Granada
Recordemos que Ruskin, finalizando el XIX, se creía capaz de reconstruir el románico con solo un capitel del Palacio Ducal de Venecia. No es ese, sin embargo, el proyecto ambicionado por Martínez. Al contrario, se trata de establecer pequeños itinerarios, de apariencia azarosa, con ayuda de algunas piedras (la perla, el ámbar, el coral, la amatista, el ágata, el zafiro, la esmeralda, el rubí y el diamante) que nos llevarán desde el antiguo Egipto a la Navarra medieval, y de la Roma de los césares a la Nueva Granada donde se halló en abundancia la esmeralda. Lo más interesante, pues, en estas páginas, es el modo en que la ambición, la credulidad y la maravilla se precipitan en torno a unos objetos, de perdurable hermosura, a los que tal vez se les atribuyan aún ciertas propiedades sutiles. Ello implica que el rubí regalado por Pedro I al Príncipe Negro, Eduardo de Woodstock, acaso no fuera un mero objeto suntuario, sino una suerte de talismán, asociado a la audacia y el vértigo de la sangre. Y tampoco parece improbable que aquel gran diamante azul, llamado “el Estanque”, propiedad del Felipe II, tuviera una particular significación para el monarca -la pureza de la piedra y el azul de lo celeste-, conocido su interés mayúsculo en la pintura simbólica y aleccionadora del Bosco.
Es en tal sentido en el que Martínez recuerda la obra de Eliade, Herreros y alquimistas, donde los minerales y su “fabricación” en la fragua subterránea del mundo eran obra de unos misteriosos enanos, que el lector aún hoy encuentra con facilidad tanto en El señor de los anillos de Tolkien, como en el amistoso ejército que custodió a Blancanieves, señores del mundo oculto en ambos casos. Pareja ambición fue la de la redoma alquímica que encontramos al comienzo de El diablo cojuelo y el en Fausto de Goethe, y cuyo impulso es de carácter atemporal y sublime. “Los varones hindúes -escribe Plinio en el libro XXXII de su Historia Natural, en el siglo I de nuestra era- aprecian el coral como nuestras mujeres las perlas del Índico”. Un aprecio que, como ya supondrá el lector, es del mismo orden mágico y trascendente que mucho más tarde le atribuirían Paracelso y Nicolás Flamel. Es cierto, por otro lado, que la fantasía de Isidoro de Sevilla es de distinto orden, y que en sus Etimologías, el sabio hispalense despliega una minuciosa y prolija erudición, embarnecida por la fábula, “Acerca de las piedras y los metales”, aclarando su origen, nombre y particularidades de todas ellas. Este mismo saber, pero dispuesto ya en la compleja malla astrológica del alto medievo, es el que se establece en el Lapidario de Alfonso X, cuando habla de las piedras Aliofar, Jaret, Margul, Zamorat, Catu, Azarnech, Çulun, Meneffi, etc. Un saber, en cualquier caso, que a la altura del XVIII desautorizará, en numerosas ocasiones, ya para siempre, el enciclopedismo irónico del padre Feijoo. Véase, a modo de divertido ejemplo, la Carta 9 del Tomo II de sus obra, donde se habla de la Piedra de la Serpiente. O aquella Carta 11 del Tomo I, que trata “Sobre la resistencia de los diamantes y los rubíes al fuego”.
Volviendo, sin embargo, a El jardín mineral propuesto por Martínez, un jardín, de alguna forma, paralelo al Jardín del Edén y su alta función simbólica, debe decirse que lo recogido en estas páginas funciona a modo de un sucinto muestrario de fascinaciones. La habitación de ámbar ambicionada por Federico I de Prusia pudiera ser, a este respecto, un ejemplo de los destinos humanos. De Charloteburgo a Berlín y a San Petesburgo, hoy su destino permanece ignorarse tras la predación de la II Guerra Mundial y el aciago barajarse del arte que le siguió. El tesoro de Guarrazar, sin embargo, sus cruces y coronas visigóticas, ocultas en la entraña de Toledo, semejan una invertida fantasía oriental, obrada contra los hombres de la media luna. Es en la esmeralda que figura en la bandera de Navarra donde acaso se amalgamen de modo más completo la simbología medieval, el hecho fabuloso y el dato histórico. Se trata de una esmeralda arrancada a Miramamolín, derrotado en las Navas de Tolosa, y cuya custodia se encargó a la colegiata de Santa María de Roncesvalles. Una esmeralda, sin embargo, cuyo color quizá no sea el verde añorante del Islam, crecido con el desierto, sino aquel verde enérgico y profundo, colorido y vivaz, de las selvas americanas...
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