El discurso de las imágenes
MURILLO CERCANO. MIRADAS CRUZADAS | Crítica
Los grandes lienzos que pintó Murillo para La Caridad constan como 'jeroglíficos': no en vano, son imágenes sagradas, 'ieros', llamadas a quedar grabadas, 'glifos', no ya en la piedra sino en la memoria
La ficha
'Murillo cercano. Miradas cruzadas'. Hospital de la Caridad (calle Temprado, 3), Sevilla. La exposición puede visitarse hasta el próximo 30 de noviembre.
El Libro de Cabildos de la Hermandad de la Caridad llama jeroglíficos a los cuadros encargados a Murillo: ¿por qué calificar así a los dos grandes cuadros, ahora tan cercanos, El milagro de los panes y los peces y Moisés haciendo manar el agua de la roca Horeb?
Quizá por un viejo mito. Los egipcios escribían con figuras sagradas (ieros) talladas (glifos) en piedra. El sabio Teuth (descubrió el cálculo, la geometría, la astronomía y el juego de damas) llevó al rey su último hallazgo: letras con las que se podrían formar palabras. El rey no mostró ningún entusiasmo: "con tu invento", dijo, "fomentas el olvido". Ya no habrá que forjar la memoria con imágenes, bastará recordarlas mediante palabras. La memoria viva se perderá.
Los renacentistas retomaron la fábula. Unos vieron en ella un rasgo de la magia y otros, sobre todo, la eficacia de la imagen. Un tratado, moral o teológico describe, explica y razona, pero una imagen puede hacer cambiar de actitud e incluso transformar la vida. Una frase puede decir una verdad. La imagen la hace. La imagen artística es entonces, además de belleza o agrado, una potencia. Cualquiera podría formar su interioridad con figuras, alentadas por la imaginación y cruzadas por el afecto. Estas serían las nuevas imágenes sagradas (ieros), si quedaban grabadas (glifos), no en la piedra, sino en la memoria.
En esa dirección fue la Contrarreforma y probablemente Miguel Mañara. Para ampliar los fines de la hermandad desde el fundacional –enterrar a los muertos– hasta el cuidado de los enfermos y el amparo de los sin casa, ¿qué mejor educación sentimental que la ofrecida por imágenes de las llamadas obras de misericordia?
Esta incitación a la piedad con el necesitado (hoy la llamamos solidaridad) define las dos obras de Murillo. Los expertos, desde el siglo XVIII, señalaron su dependencia de El milagro de los panes y los peces de Herrera el Viejo y del cuadro de Giocchino Assereto Moisés y el agua de la roca. Pero hay diferencias que separan a Murillo de estas dos obras. La de Herrera es un cuadro de devoción que invita al creyente a la oración. Assereto construye una vigorosa historia: un Moisés gran profeta y unos agitados israelitas que se afanan para lograr unas gotas de agua.
Murillo apacigua esta inquietud. Las figuras se suceden con una cadencia que hace a la mirada detenerse en cada una de ellas. A la izquierda, una joven madre bebe mientras el niño (¿aún lactante?) alarga los brazos hacia el jarro. En el otro extremo, una mujer da de beber a su hijo menor acosado por el de más edad. En el centro, ante el propio Moisés, una hermosa joven y un muchacho parecen haberse encontrado de pronto. El milagro queda en segundo plano, como el mismo Moisés, aunque ocupe el centro del lienzo y posea una delicada gama de color. Los protagonistas son hombres y mujeres que deben ser atendidos. Murillo parte así del día a día de una ciudad, ya empobrecida, para construir la imagen poética de necesidades que, como la sed, no admiten dilaciones. Su fuerza es la de la metáfora.
En el milagro de los panes las cosas son distintas. Las figuras populares se reducen al fondo y a un pequeño grupo a la derecha, integrado en el cuadro por las miradas de la joven madre y la anciana que apuntan a la otra mitad del lienzo. Allí está Jesús, pero los alimentos (un bodegón en tres fases: panes, peces, canasto) y sobre todo los apóstoles cobran una importancia que no tenían en el cuadro de Herrera: unidos por el color, hablan entre ellos, presentan activamente los alimentos, señalan preocupados a la multitud. Más que mover a la devoción, el cuadro es un estímulo a la acción, la que se espera de los componentes de la hermandad.
Las dos obras se colocarán en la iglesia, una frente a otra. Esa relación mutua conforma, como un tejido, los fines de la hermandad: las necesidades de la ciudad y la responsabilidad de quienes se llaman cristianos. El discurso cruzado de las imágenes es tan sutil como eficaz.
Es sin duda un discurso cristiano: no es sino el correlato de Las Postrimerías, los jeroglíficos de Valdés Leal. Pero es llamativo que las obras de misericordia sean temas frecuentes en la época. En el norte de Europa (Brueghel el Joven) es una llamada a la moral cívica y al orden urbano, en el sur (Caravaggio) se vincula a la fe. Pero tal reiteración ¿no indica el germen de una nueva actitud cívica, sean cuales sean sus motivaciones?
Una palabra final sobre el diseño de la exposición. No es el mejor. Las pesadas molduras sobrecargan y estrechan los cuadros, y la iluminación dirigida los aplana e impide la mejor visión. Colocados en paredes desnudas y con iluminación general, su habría respetado mejor su ritmo y hecho justicia a la riqueza del color.
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